27.10.17

A menudo camino conmigo

A menudo camino conmigo. 
Me relato lo que pasa, me lo cuento. 
Me lo cuento como si lo desconociera. 

Me entretengo con el relato, siempre.
Y en ese relatarme me acompaño. 
Debe ser por eso que soy bastante solitaria.

Me gustan los cuentos, siempre me gustó que me los cuenten. 
Me gusta escuchar anécdotas. Desde chiquita desee que mi trabajo fuera ''escuchadora de anécdotas''. 
Supongo que tiene que ver con que también me gusta despeluchar pompones, descascarar árboles, cebollas, botellas, hacer preguntas, desenterrar venecitas del patio de la casa de mis abuelos, rascar espaldas, tocar la rejilla del fondo de la pileta del club, sacar conclusiones. Llegar al fondo de todo. 
Cueste lo que cueste, así cueste mi pesar. 
Mi peso.

En ese relatarme también logro la comunicación ideal: la transmisión de ideas en un lenguaje previo a la palabra. 
Algo que siempre intenté con otras personas y jamás pude porque somos ''seres atravesados por el lenguaje''. Yo creo que mi negación por la palabra hablada tiene que ver con la falta de respeto por la norma. 
Nunca me gustó obedecer, aunque siempre fui muy obediente. Abanderada y escolta de la bandera nacional.
Nunca grité frente a mis padres, nunca canté frente a mis padres, nunca dije muchas cosas que hubiera querido decir. La forma que yo conocía hasta ese momento no me convencía, no me gustaba. No me alcanzaba. 

Entonces tartamudeaba. 

Por un tiempo fui tartamuda, sí. 
Tenía muchas ideas y ninguna manera me parecía la adecuada para transmitirlas. 
Y la palabra hablada nunca fue una opción para mí.

Así es que cuando camino conmigo, me siento una privilegiada. 
Puedo relatarme historias que nadie más conoce porque las creo en el momento. 
Son fugaces. A veces duran una cuadra, o a veces duran meses, pero siempre desaparecen y siempre me digo que las tengo que escribir, pero nunca lo hago, como hoy, como la historia del hombre de la heladería de la vuelta de casa (no sé el nombre de la heladería pese a que hace siete años que vivo en el mismo edificio y pese a que sí sé que tienen un durazno al chantilly que es espectacular, y que el helado es carísimo, y que hacen pan dulce con helado adentro, como hace mi abuela, pero nunca lo probé, porque también debe ser carísimo), que tiene vitiligo, que siempre me mira cuando paso por la vereda.
Que siempre lo miro cuando paso por la vereda.

Que siempre tiene guardapolvo blanco, que siempre está detrás de la caja, iluminado por el mismo tubo blanco, cualquiera sea la hora.
Que siempre me pregunto si él disfrutará ser él, si le gustará su trabajo, si comerá mucho helado o si estará medio podrido ya. Si le gustará el helado, si él se acordará de mi cara como yo me acuerdo de la suya cada vez que atravieso caminando el límite que separa la ortopedia de la heladería y ya sé que lo voy a ver ahí.
Siempre que intercambiamos miradas, que es siempre que paso por ahí, trato de descifrar qué piensa. Siempre me parece que está muy concentrado en la gente que pasa. Nunca lo ví concentrado en otra cosa, ni siquiera cuando está hablando con alguien. Siempre tiene, al menos, un ojo en la vereda. 
No sé cuánto tiempo pasa mientras paso, estimo que deben ser menos de dos segundos, la vidriera no es tan grande, y yo camino bastante rápido.

Yo siempre sé que después de la vidriera de la ortopedia, viene su cara, o al menos puedo intuirlo. Pero él no. Él no sabe quién viene después del que vió pasar recién. Eso me da un poco de poder, siento. 
El poder siempre es una sensación.
Siempre pende de un hilo. 
Y probablemente sea la incertidumbre de no saber cómo es el siguiente lo que lo mantiene atento a los transeúntes.

Aunque hoy fue distinto, porque me lo crucé a la altura del Banco Francés. 

Y no tenía el guardapolvo blanco, ni estaba detrás de la caja, y lo iluminaba otra luz, una luz anaranjada, de la calle, de sodio, o no. No sé de qué material las hacen ahora. Me gusta pensar que son de sodio, como en las películas. 
Era la misma luz que me iluminaba a mí. Nos estaba iluminando la misma lámpara. Eso nunca había sucedido. 
En siete años nunca había sucedido. 
Yo nunca entré a esa heladería.
Y se me cerró el telón.

Algo de esa sensación de disfrute, de tener el poder del saber qué viene para el otro y de que el otro no sepa qué viene para él, encuentro en la actuación. 
Para mí, interpretar significa la conjunción perfecta de sucesos que siempre deseé:
Logro decir sin limitarme al habla. Logro decir con todo mi ser.
Logro ofrecer, dejar en el aire para que otros se sirvan y hagan con ellas lo que quieran, ideas mucho más complejas que las que entran en una frase de palabras. 
Me siento la anfitriona de la fiesta, ofrezco cositas para comer, que a algunos les gustarán, a otros no, a otros más o menos, pero que todos digerirán a su tiempo.
Y siento, espero, deseo con todo mi ser, acercarme un poquito, aunque sea, 
al Bacon del que hablaba Deleuze, cuando decía que su obra generaba una conmoción que no podía explicarse en lo inmediato, y mucho menos en términos verbales (me resulta maravilloso que algo en este mundo tan racional, no tenga explicación). 
Que descolocaba la mirada, que generaba incomodidad (‘’que resta goce al otro, al que no está actuando’’,diría mi amiga Marianela, que dijo, o que dice, Freud, que es lo que uno busca cuando se para frente al arte y que es lo que uno busca cuando elige expresarse de un modo un poco corrido del común, poco correcto).
Que era imposible hacer una síntesis de lo que sucedía mientras se estaba ahí, porque era demasiado, porque había necesidad de que todo eso decantase con el tiempo, con el cambio de la duración de cada espectador.

Lo antikalokaghatico, esto ya no es Deleuze, esta soy yo, como algo necesario, que ni el artista ni el espectador (me molesta bastante tratarlo de espectador, simple personita que especta, prefiero decirle receptor, porque recibe y hace lo que quiere con eso) pueden evitar.
Porque uno elige hacerse a uno mismo, (y elige el lenguaje a través del cuál hacerse, representarse, porque después de todo, por más que uno intente, siempre algún lenguaje lo atraviesa), es necesario que el arte sea propio, distinto, antikalokaghatiko y anticoncinnitas, como la realidad que nos acontece, todo el tiempo distinta, imperfecta, despareja, desorganizada.
La existencia nuestra golpeándose con la existencia de los demás.

Que el alivio nunca sea una constante, deseo. Porque la belleza resalta mucho más en el desorden. 
El mundo, por suerte, es como el olio, no viene diluído, es pastoso, denso, si te manchás los dedos es muy probable que termines manchándote la ropa, la casa, a los que tengas alrededor por unos días. 

El mundo  tiene un contraste altísimo. 

Como la piel con vitíligo del hombre de la heladería que veo todas las noches pero hoy me lo crucé en la vereda del Banco francés.



1 comentario:

Yaniska dijo...

Me encantó Jose! seguí escribiendo!!! Abrazón