10.10.17

Escalas

Esto empezó como un ejercicio de creatividad para mí. Me impuse una consigna que fue escribir algo en cada escala de este viaje: dos textos en Montevideo, dos en Lima, uno en El Salvador y uno en Costa Rica. Pero me ganó la anarquía y la falta de respeto por las autoimposiciones, que siempre me parecen pelotudas un ratito después.
Así que acá hay, entonces, una serie de textos inconexos, o cuya única conexión es formar parte de una bitácora introspectiva en la que no hablo de lo que pasa sino de lo que ME pasa con lo que pasa.

1.Buenos Aires-Montevideo. 3 de octubre.
Estoy en la puerta de embarque. De espaldas a ella. Detrás mío hay una puerta, la de embarque, que cada vez que alguien, un uniformado, la abre, deja pasar el sonido del río.
Qué gran pelotudez, pienso, qué sinsentido acostumbrarnos a limitar todo. A delimitar. A encajonar la flora, la fauna, los ríos, el aire, la tierra, la existencia.
Todo delimitamos y lo guardamos en cajas gigantes con agujeros que se abren y se cierran.
Hasta lo que no se puede meter en una caja nos las ingeniamos para encerrarlo. 
El tiempo: ''hay que presentarse en puerta de embarque dos horas antes de abordar''. Un día tiene veinticuatro horas. Una hora más y es otro día. Si te vas más allá de Jujuy, la gente vive una hora atrasada, y si te movés un poco a la derecha o a la izquierda, puede que estés viviendo doce horas más o menos.
Y así nos las vamos ingeniando, para vivir en una jaulita de paralelos y meridianos que nosotros mismos nos creamos.

2.Montevideo-Lima. 4 de octubre.
Sentados en el avión, somos tres. De izquierda a derecha: padre, hijo de siete u ocho años y yo, contra la ventanilla, como siempre. 
Es el primer vuelo del nene. El padre le cuenta qué va a sentir cuando el avión despegue y aterrice. El nene le pregunta insistentemente si ya estamos volando. Supuse que tendría miedo de fallar y no sentir todas esas cosas en la panza que se sienten en el primer vuelo. El padre le dice que no, que no se preocupe, que se va a dar cuenta cuando estemos volando.
Yo miro por la ventanilla, me aburre ver el cemento, y me entristece un poco ver a los señores en carrito llevando y trayendo esos chalecos fluorescentes de vialidad, sin volar a ningún lado, confinados a servir a los que sí viajan. Pero estoy feliz, porque también es mi primer algo.
El avión comienza a desplazarse por la calle.
''Dame la mano'', le dice el padre al hijo.
Y yo pienso que la vida se trata un poco de eso, de tomar y soltar manos para crecer.
Y de volar, claro, siempre volar.

3.La tarde salvando un colibrí. 6 de octubre.
Hoy se me fue la tarde intentando salvar a un colibrí. 
Iba hacia el Palacio Nacional con el tiempo justo, porque decidí ir caminando. Salí a las 14.45. A las 19 tenía que estar de vuelta, bañada, cambiada, y pasando a buscar a Dilery por la casa de Augusto, que también es su casa.
Tenía una hora quince de caminata hacia el Palacio. Acepté el reto, otra imposición sin sentido que no cumplí.
Arranqué la caminata siguiendo el gps, pero tuve que modificar el camino porque hay calles cortadas por los destrozos que dejó el terremoto. 
Tomé una avenida, caminé varias cuadras. Adelante mío iba una chica con un maletín rígido, verde agua. Decidí chequear el mapa para ver si me había desviado mucho. 
''Cuidado! Ay, casi lo pisas!'' Escuché. 
Mi vista estaba copada por la pantalla del celular y la mochila, que es bastante grande e incómoda. Atiné a correr rápidamente el pie de donde lo tenía. No sabía qué era, pero esa advertencia me había hecho pensar que no estaba bien pisar eso.
Desvié la atención del celular. La chica del maletín verde agua estaba arrodillada en la vereda. 
Lo que casi había pisado, era un colibrí.
En ese momento tuve dos opciones: disculparme y seguir, o arrodillarme con ella y ver qué le pasaba al colibrí. Me arrodillé.
El bichito ocupaba un tercio de la mano de la chica, y ninguna de las dos sabía qué hacer. Me pareció atinado darle agua. Así que saqué la botella, puse agua en la tapita y se la acerqué al pico, pero no tomó.
Tenía sangre en el ojo izquierdo, y había dejado sangre en la vereda y en la mano de la chica.
Yo no tenía la más puta idea de cómo reaccionar a un colibrí moribundo en un país desconocido. Lo único que podía decir era ''no se qué hacer''.
La chica decidió llevarse el colibrí a su casa para salvarlo. Después de todo ya había salvado uno hacía unas semanas, dijo.
Me quedé parada en la vereda, mirándola, mirando su decisión, su maletín y su colibrí.
Empecé a sentir que los borcegos me habían lastimado. Compré curitas en el Oxo y me las puse en la vereda.
Decidí volver al hostel sin ver murales de Siqueiros ni de Rivera, pero habiendo conocido un colibrí de 7cm de largo, una chica, y su maletín verde agua.

4.Mi terremoto en México. 8 de octubre.
Es domingo, 10 de la mañana. Estoy medio sin dormir y sin comer. Visto la Casa Azul y el sueño y el hambre se me van yendo como quien se nutre del aire.
El cuerpo y el alma de Frida, cercenados varias veces por la vida, tantas. 
Su capacidad de amar y acompañar a un hombre bastante egoísta para el amor. Tal vez en la indiferencia de Diego, ella sentía el cuerpo menos estigmatizado, más cercano a los cuerpos de los demás, a la norma, a lo que no necesita compasión porque está completo y puede soportar indiferencia y egoísmo. Porque un cuerpo fuerte es la fachada de un alma fuerte, aunque sólo sea fachada, claro está.
Eso me hizo pensar que la fuerza física no crea, que el cuerpo sólo sirve a la creación como un canal pero que la única fuerza creadora es la que no tiene origen tangible.
Mis talones, cercenados también, por la fricción cuero-media-piel. Sangrando. La sangre escapándose por los bordes de las curitas. Dos por talón, porque las lastimaduras son más grandes. Pero también las ganas de seguir. La fuerza creadora contra la fuerza física.
Cuánto puede soportar un alma y aún así seguir entrando en el mismo cuerpo?.
Volviendo a casa (sí le dije ''casa'' al hostel), el aroma de los bosques de Chapultepec, que me remite a algo pero no sé a qué. Que me lo quiero respirar todo para averiguar de dónde viene ese olor en mi recuerdo.
Y todo el día, en mi cuerpo, la memoria de mi propio terremoto en México.







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