19.2.18

Domingo lejos

Vamos al parque a buscar felicidad.
No como vamos al cine a buscar felicidad, ni como vamos a comer a buscar felicidad.
En el parque buscamos una felicidad distinta, que no nace de estímulos tan complejos como una película o muchos olores y sabores. Es algo más primitivo.
Yo voy al parque a estar con las ardillas. Me gusta verlas comer. Cuando comen pliegan la cola a su cuerpito, supongo que por una cuestión de supervivencia. Cuando comen no están tan alertas como cuando no comen. Y tener la cola desplegada puede ser un favor para un depredador. Me gusta deducir ese tipo de cosas en los parques.

Me emocioné con dos mamás que jugagan con sus hijas.
Las nenas me hicieron acordar a Rochi y yo cuando éramos chiquitas. Qué increíble haber tenido amigos que uno cree eternos. La infancia es puro presente.

Recordé cuando mi amiga Mari volvió de Punta del Este, teníamos 6 o siete años. Mari estaba pelada del sol y, como muestra de su afecto, me regaló un pedazo de piel que guardé como un tesoro en el bolsillo de mi mochila de Minnie. 
Teníamos 6 años, porque en primer grado usé la mochila de Minnie.
Cuando llegué a casa y le mostré orgullosa a mi mamá la piel de Mari, se horrorizó bastante y me dijo que era una asquerosidad.
Qué linda la inocencia.

Extrañé a mi mamá todo el día. Me dí cuenta que mi angustia se debía a que quería hablar con ella y no podía. La comunicación se cortaba y noté los 12 mil kilómetros en el pecho.
Quise escribir pero se me había apagado el celular.

Me senté en un árbol a fumar un pucho y pensé qué haría si me daban ganas de escribir algo extenso.
Recordé una birome en la mochila, pero no tenía papel.
Pensé que sería gracioso escribirme los brazos, pero no lo hice.
En cambio, armé un texto en mi mente que luego olvidé.

16.2.18

La cena del jueves

Estoy cenando tacos de pastor en un barcito en la esquina de casa.
Los comenzales somos pocos, ya es tarde, son las once de la noche.
Estoy sola, ya me tomé una birra en lo de Fran y ahora me estoy tomando otra. Estoy cansada y hambrienta, ecuación que me llevará a la ebriedad en breve, y estoy tomando birra sola en un bar. En Mexico eso es algo poco común. Enfrente mío una mesa se vacía de señoras y es ocupada por una pareja de hombre y mujer. El hombre queda frente a mí, y me mira con insistencia.
A veces cuando me pasan esas cosas, me imagino un equívoco entre la otra persona y yo. Fantaseo con la posibilidad de estar haciendo algún gesto que signifique algo, una especie de código. Escenas parecidas a las del asalto en From dusk till dawn.

Al tipo que me mira constantemente desde la otra mesa, puedo sacarle un foto?

Qué diferencia hay entre mirar a alguien hasta el hartazgo ajeno y sacar una foto? 
Un recuerdo individual y un recuerdo que puede ser colectivo.
La diferencia es la audiencia?
En la mesa de mi izquierda hay tres incogibles, todos hombres. 
Uno de ellos, el menos incogible de los tres, les muestra el celular a sus compañeros a la voz de "miren quién me ha dado superlike". Los otros dos miran y hacen algún otro sonido.
Luego el del superlike cuenta que hace un tiempo mientras fornicaba con una mina, ella le dijo algo que lo desconcentró. 
No llego a escuchar qué fue.

Yo voy por el quinto taco de canasta, más pequeño que los regulares, y mientras escucho esa conversación, intentando disimular lo indisimulable (mis ojos son demasiado grandes), noto que el tipo de la mesa enfrente mío me está mirando. Otra vez.
La única que no se da cuenta de nada en este recinto, es la mujer del que me mira. Ella está de espaldas a mí. Me llama la atención que tenga un chaleco de matelassé y una campera de matelassé, mismo color y material.
Y también me llama la atención que paguen la mitad cada uno.
A ellos les debo llamar la atención yo, que estoy sola, voy por el quinto taco, la segunda birra, y estoy escribiendo en un bloc de notas en el celular.

La pareja se va. A la pasada me dicen ''provechito'', palabra que me desagrada sobremanera, y el tipo que se pasó la cena mirándome, ahora me sonríe con total impunidad. De alguna manera, desconozco cuál, se las ha ingeniado para desdoblarse y no ser más el tipo que me estuvo mirando comer media hora.
El ''provechito'', la sonrisa del tipo tan ajena a su semblante anterior, me descolocan y les respondo ''chau, hasta luego''.

Me dispongo a irme. Me abrocho con dificultad las mangas de la camisa (diez horas de trabajo y dos cervezas han hecho un poco de mella).
Guardo el celular.


Lo agarro de vuelta.


Escribo estas últimas oraciones.

Hace rato ya dejé de escribir, pero el texto se sigue escribiendo solo.
La cadena de observadores y observados se ha cortado y ya no queda demasiado por hacer acá.

Pienso que nunca sé cuándo es correcto terminar.

Ahora sí me voy.


14.2.18

Escribir

Que haya algo que siempre sienta inalcanzable ahora pero alcanzable luego, es lo que me hace sacar tinta de cualquier lugar.

13.2.18

Las personas, el tiempo y las palabras

Increíblemente logro seguir viviendo en días que ya pasaron y saltarme partecitas del día de hoy.

En tres días en Buenos Aires conocí más a Mauro que en un año o dos, tiempo que hace que nos conocemos, imposible para mí determinar la fecha, viviendo a diez cuadras de distancia.


Recordar me transporta del metro de la ciudad de México a cualquier otro lugar.


Escucho una conversación sobre si es ''procastinación'' o ''procrastinación'', y me acuerdo de que yo creía que era la única que me decía las palabras al leerlas.

Pienso en las últimas palabras que me dije, fueron las del primer capítulo del libro que estoy leyendo. Lamento no tenerlo encima. Lo extraño. Es una buena señal.
El único extrañamiento bueno es el de los libros, creo. Extrañar gente es egoísta.

Ahora que sé que alguna gente que me gusta me lee, tengo miedo de caer en el error de escribir sólo para ellos.

Aunque he escrito mil veces para otros que no son yo.
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Estoy tirada en la cama, pensando todas estas cosas, deseando que las palabras se escribieran con sólo pensarlas, porque no tengo ganas de escribir.
Entonces me doy cuenta de que escribir no es ni más ni menos que pensar. 
Es lo mismo.
O mejor dicho, no. 
No es lo mismo.
Porque a veces pienso cosas (no palabras) más lindas que las que escribo, y después no encuentro palabras para que las escritas tengan la belleza de los pensamientos.

Este texto tendrá muchos puntos finales, igual que yo.

Mi duración cambiará y, con ella, la sensación que tenga del tiempo, de las personas y de las palabras.

Anoche soñé que me suicidaba por accidente. 

Si uno se suicida sin querer, es suicidio? 
Quién decide si la palabra que se puede usar para una muerte accidental autoinducida, es "suicidio" o es otra?
Hay realmente alguien lo suficientemente capacitado en este mundo para decidir con qué palabras debemos nombrar los hechos y las cosas?

Este texto tendrá muchos puntos finales, igual que yo.


Esta mañana en el metro, una chica comía ensalada rusa de un tupper. Eran las 8.30 de la mañana.


Llegué a Migraciones media hora tarde. Me recibieron dos tipos que dicen que son abogados. No lo dudo pero tampoco lo afirmo. 

Uno de ellos me hizo acordar al protagonista de Triste, Solitario y Final, de Soriano. Todo el tiempo que leí ese libro sentí que sentía, no sé cómo decirlo, el olor de Raymond Chandler en la soledad de Hollywood. Este tipo tenía una mancha en la solapa del saco, probablemente de café, chilaquiles, molletes, salsa de frijoles, lo que sea que estuvo ingiriendo a la mañana. Y se había esmerado bastante, en vez de disimular la mancha del saco, en taparse la calvicie con unos pocos pelos que le quedan a los costados.

Este hombre, cuyo nombre desconozco, me llevó hasta un sucucho donde me sacaron fotos de frente y perfil. Me hicieron atarme el pelo, correrme el flequillo, sacarme los aros y los lentes. 

Saludó a todos por su apodo. 
Luego me llevó a un bar que se llama ''La torre de París'', donde todo tenía motivo de la Torre Eiffel. También saludó a todos por su apodo. Allí se unió a nosotros el segundo abogado, que había quedado en Migraciones haciendo no sé qué.
Me ofrecieron café, pero estaba tan aturdida que lo rechacé a pesar de que tenía muchas ganas de tomar uno.
Luego me dejaron un rato sola. Pedí un capuchino y una rosquilla de mocca. Y me puse a leer. Leí dos capítulos menos dos páginas y volvieron los dos a decirme que teníamos que continuar el trámite al día siguiente, mañana.
No me dejaron pagar el café, aludiendo que era lo menos que podían hacer por mí. Me pareció totalmente coherente, teniendo en cuenta que hube de desplazarme de Buenos Aires a Lima e invertir siete días de mi vida en un trámite que debía llevarme no más de dos.

Mientras iba de ese café al trabajo, atravesando la zona de Migraciones, noté cómo los abogados ejercen una autoridad paternal con sus clientes. Algunos incluso les advierten que tengan cuidado al cruzar la calle, y algunos otros hasta los agarran del brazo en cada bocacalle.

Se me hace tan impostada esa actitud, se me hace tan puesta en escena innecesaria, que creo que por eso los detesto bastante.
Luego me sentí mal y les agradecí el café.
Mañana me toman las huellas digitales por tercera vez en cinco días hábiles corridos.

Este texto tendrá muchos puntos finales, igual que yo.

11.2.18

la inhalación y todo lo demás

Empiezo a escribir y contengo la respiración sin darme cuenta. 
Estoy escribiendo en un bloc de notas en el celular, en la puerta de embarque número 14 del aeropuerto de Lima, luego continúo arriba del avión que me lleva de Lima a México.
Cada párrafo que escribo me parece que es el último. 

Cada vez que pongo un punto, que luego es un punto y a parte, guardo la nota, bloqueo la pantalla, y me dispongo a leer Especies de espacios.
En la primera palabra que leo, exhalo el aire contenido, me doy cuenta que estaba aguantando la respiración, y  se me ocurre algo nuevo. 

Y otra vez la inhalación y todo lo demás:

Lo que sentí cuando llegué a Argentina:
Tan raro es que tus seres queridos vivan en un territorio que te es hostil.
Es como visitarlos en un frente de guerra.
Visitar a los amigos en un frente de guerra debe ser casi tan extraño como sentir que el país en el que uno nació no es su país, o al menos no lo es más, al menos no ahora.
Algo así como cuando un hijo se separa de sus padres, y lo hace varias veces, todas traumáticas, primero físicamente, luego ideológicamente, yo me he desprendido de Argentina. 

Siempre algo nos va a unir, como con los padres, supongo que aquello de lo que alguna vez fui parte. Por eso no dejaré nunca de ser parte.

Una conclusión alegre:

Los lazos con mis familiares se han vuelto más fuertes de lo que eran, al igual que con mis amigos y seres queridos. El resto de las relaciones ha ido tomando otros cursos, se han disuelto en algunos casos, se han vuelto un poco distantes en otros casos.
En todos los casos creo que los cursos que han tomado las distintas relaciones han sido totalmente honestos y naturales, eso logra la distancia, honestidad. Algo para mí tan fundamental.

Algunas cosas que pienso en los aeropuertos:

Leer a los autores que leen mis seres queridos me hace sentirlos cerca.
A menudo me regalan libros y al leerlos los siento acá conmigo. Mi escritura se empieza a parecer a ellos, como si nos viéramos seguido y nuestros hábitos empezaran a mimetizarse. 

Observo a la gente que lee en el aeropuerto. Parece que se esforzara por mostrar que su lectura es lo mejor que le pasó en la vida.
No dudo que pueda ser cierto, me ha pasado muchas veces.
Pero me extraña que jamás veo a alguien leyendo con gesto incómodo. 

No creo que todas las lecturas ajenas sean siempre agradables. Siempre hay algún momento de la lectura que es incómodo, desagradable, que interpela y necesariamente nuestro cuerpo se ubica en posición a eso.
Pero no, los lectores de aeropuerto, de terminales, de parques, de cafés, siempre parecen pasarla increíble. No lloran, no fruncen el ceño, no los entiendo.
A mí no me pasa, a pesar de que leo en todos esos lugares. Hace un rato lloré leyendo, por ejemplo.

Hace unos días conversé con alguien sobre cómo leemos: Te decís las palabras? O lees todo y sacas una idea?. Yo pensaba que era la única que le pasaba eso de decirse las palabras.

Algunos recuerdos que tengo mientras espero aviones:
-El baño ''de adentro'' (porque hay otro baño que, a pesar de que también está ''adentro'', le decimos ''de afuera'') de la casa de mis abuelos: La luz que entra en verano cuando empieza a atardecer, por la claraboya y el ventiluz del baño. Específicamente un día que volví de quedarme varios días en el campo y mi mamá me había preparado el baño.

-El atardecer desde la caja de la f100 de mí abuelo.

-Cuando a mí mamá la operaron de hemorroides. Ella está sentada en la cama de un lugar, clínica u hospital. Todo es bastante oscuro pero ella tiene algo blanco encima, probablemente las sábanas. Y está sonriendo.
Esa noche se corta la luz, mis abuelos piden pollo con papas fritas en una rotisería y cenamos eso a la luz del farol a gas que usamos en ocasiones de corte de luz. Lo recuerdo como un cuadro de Vermeer. Mis abuelos no saben demasiado qué hacer conmigo, que no debo tener más de tres o cuatro años.


-La luz entrando por la ventana del comedor de la casa de mis abuelos a las 10am. Las partículas del aire iluminadas. Mis rayos x.

-Un salón en el que nunca estuve, cuyas paredes están recubiertas con cortinas marrones hasta el piso, de una tela muy parecida al corderoy. No sé si detrás de las cortinas hay un ventanal o sólo pared. En ese salón hay una fiesta de gente grande. No los veo bien pero están hablando y algunos bailan ''Just don't want to be lonely'' de Blue Magic.

-Un almacén donde venden, entre otras cosas, leña y garrafas de gas. Fuimos con mi abuelo un domingo de lluvia. Creo que el dueño es amigo de mi abuelo, porque no fuimos a comprar nada, solo a visitarlo. Mi abuelo tiene puesto el sweater verde que le tejió mi abuela. Creo que mi abuelo no tiene sweaters más allá de los hechos por mi abuela. Para mi el sweater verde es el de los domingos de lluvia. Me gusta estar en ese almacén porque está en una calle de tierra dondea hay un charco que refleja el cielo y mi abuelo me dejó ir a meter las patas al barro. A la vuelta jugamos a la biblioteca en el comedor. Yo era la bibliotecaria. No sé qué edad tengo, pero ya sé escribir porque escribo las fichas de la biblioteca.


8.2.18

Escuchar nevar

Hoy me voy a dormir recordando la primera vez que escuché nevar. 
Todo parecía suceder en un colchón infinito. No hacía frío.
La nieve se quedaba en los lomos de las vacas, en las ramas de los árboles, en nuestros hombros y cabezas, y nosotros hablábamos y nuestras voces se escuchaban como en un sueño. Se escuchaba la nieve.
Luego salió el sol y en diez minutos la nieve se había evaporado. La tierra, la bosta de los caballos, la caca de los chivos, las casas, emanaban vapor. Jamás había visto, hasta ese momento, el fenómeno de sublimación en la vida cotidiana. Aunque para mí ese momento no era para nada cotidiano.
La nieve desapareció y empezó a hacer muchísimo frío a pesar del sol.
Me pasó en La ovejas, un pueblito remoto de la Patagonia argentina.

Desde Perú intentando volver a casa

Yo siempre elijo cosas difíciles, mis amigos pueden dar crédito de ello.
Luego de siete días de estar haciendo huevo en Buenos Aires, esperando un turno en el Consulado de México que nunca llegó, volé a Lima, en donde sí había un turno para el 8 de febrero.
Compré pasaje de vuelta a México para el 10 de febrero.

Llegué al consulado 45 minutos antes de lo que debía llegar. Era una cámara frigorífica. Por suerte tenía un buzo en la mochila, y una pera y una manzana.

Antes que ‘’hola’’, me dijeron que el trámite tardaría de dos a diez. DIEZ. Días hábiles.
Y me entregaron un papel para que fuera a pagar 36 dólares al banco.

De vuelta en el Consulado, esperé una hora sentada mirando fijo el borde blanco de la mesa ratona.
En la mesa ratona había catálogos de un festival de teatro de la Alianza francesa en Perú, una revista ‘’Caretas’’ con actualidad política no se qué tan actual.
En mi mochila, Especies de espacios, de Perec, por la parte de ''Los lugares''.

Nada me parecía suficiente para distraerme de la posibilidad de que me tenga que quedar tres días más, totalmente al pedo, en un país en el que no me interesa en lo más mínimo estar, cuya comida con olor a caldo de pollo no me atrae, cuya gente me parece insulsa, en un Hostel donde todos están en patas y de vacaciones. 
Así que decidí quedarme mirando fijamente al borde blanco de la mesa ratona hasta que me llamaran.

Fui la ultima en ser entrevistada, a pesar de que fui la segunda en llegar, y detrás mío habían llegado tres personas más.
Me retuvieron el pasaporte y a cambio de él me dieron un carnecito plastificado que dice no se qué de que estoy haciendo un tramite y que puedo buscar mi pasaporte sellado de lunes a viernes de 9 a 9.30 am.
Le rogué a la señora que sella los pasaportes, que me lo sellara para mañana, porque tengo mi vuelo de regreso a México pasado mañana, sábado.
Con una sonrisa bastante gratificante a pesar de las palabras que salían de su boca, me contó que ella es la única persona que autoriza todos los documentos que se solicitan en el consulado. Que en Estados Unidos es mas fácil porque tienen a una persona únicamente para hacer visas.
Claro, hubiera sido más fácil si hubiera tenido la visa estadounidense, pero no la tengo.

A la salida, decidí hacer el camino de regreso al Hostel de memoria. 
También decidí entrar en una iglesia a pedirle a Dios una prueba de su existencia, pero encontré una monja y en vez de hablarle a Dios, le saque fotos a la monja. Aunque sacar fotos puede que sea mi manera de hablar con Dios.

Luego atravesé El Olivar, que es un parque donde sólo hay olivos. Casualmente, el sendero que utilicé a la mañana para ir caminando hasta el consulado, ahora estaba cercado con una cinta de peligro. Decidí bordearla para no perderme, pero una policía me pidió que diera la vuelta por afuera del parque para no pisar el césped, porque estaban lavando los árboles. LAVANDO LOS ARBOLES. Esa frase se me apareció en mayúsculas del lado de adentro de la frente.
Hice unos metros y ví que lo que estaban haciendo era fumigarlos.
Me acerqué a un señor vestido de lo que yo hubiera creído que era un apicultor, y le pregunté por que los fumigaban. Me dijo que porque hay un insecto que se llama mosca blanca, y me lo señaló. Vi una nube de bichitos blancos. Le dije que muchas gracias por la información y seguí camino.

Llegué caminando de memoria al hostel, pensando en que todo lo mal que la estoy pasando, en un tiempo será anecdótico.
En que cuanto más duro es el presente, más anecdótico se vuelve con el tiempo.
Y que algún día le contaré a alguien todo lo que me costó establecerme en Mexico.