26.11.09

De cuando murió y de lo que sintieron los suyos

El diagnóstico había sido terminal y, como era de esperarse, él y los suyos no pudieron resistir el agobio y se ensombrecieron. Todo fue rápido, como esos nubarrones de verano que uno no alcanza a notar y, de un momento a otro, desatan tormentas apocalípticas. El hecho de que lo hubieran avisado. de que les hubieran dicho que en unos meses desaparecería del planeta hacía que no pudiera existir al menos por el tiempo que le quedaba. Era éste un momento de extrañamiento tan grande que el pueblo entero se preguntaba ''por qué''. Como era de esperar, muchos de los que siempre lo visitaban se aferraron aún más a sus cimientos, pero otros, ya fuera por temor a la nostalgia (que de todos modos hace lo que quiere con la gente) , dolor o impotencia, no volvieron más. Optaron por otros lugares o por quedarse en su casa, no jugaron más al truco ni tomaron más vino con soda. Nadie dijo nada, después de todo y de tanto tiempo juntos no había motivos para enojarse con ellos. En situaciones así cada uno reacciona cómo puede. Ésta era una manera de enlutarse más temprano, de asumir la muerte un poco antes de que ocurriera, tal vez para acostumbrarse. Los que estuvieron allí hasta el último momento, por su parte, desistieron de la tentación de preguntar si quiera si había algo por hacer. Se quedaron ahí, inmóviles, secos, llenos de telarañas y polvillo. Se paraban sólo para irse y al día siguiente cada uno ocupaba su lugar, el que había ocupado todos los días durante más de cincuenta años y desde donde cada uno era monarca, abandonando el trono ocasionalmente para algún partido de chinchón o truco. La noticia había sacudido el lugar de tal manera que nadie volvió a subir el volumen del televisor ni a girar la hoja del calendario, que quedó eternamente en agosto, 13. Pasado un tiempo, cuando ya no llegaba como antes los camiones con damajuanas de vino y sifones de soda, cuando el cartel amarillo de agua tónica terminó de emblanquecerse y la rejilla estuvo del todo agujereada, fue que llegó el calorcito de la rpimavera y, con él, las moscas. Siempre habían sido parte de esa fraternidad de la esquina. Pero este calor pesaba, era húmedo y las moscas, ahora más avaras que nunca, se apropiaban de todo vestigio ancestral que pudiera existir. Los que estaban ahí las miraban, se limitaban a apoyar sus engranajes oxidados en las sillas y a quedarse autistas, viendo cómo se llevaban las migas que nadie tenía voluntad de juntar, cómo quedaban atrapadas en las telarañas de los almanaques con pasajes del Martín Fierro que alguna vez alguien había leído para todos los presentes, o cómo la arañas que los habitaban se las comían, altaneras, enfrente de todos con total impunidad. Un día de los últimos de septiembre, un hombre de allí que se guarecía del sol rajante de las tres de la tarde, estalló en llanto. Era tácito el motivo, todos se sentían igual, ya no había machos ni compadritos, estaban totalmente despojados en el medio del desierto. Así fue que un par de palmaditas en la espalda, provinientes de un fulano tan desconocido como él bastaron para calmarlo y dejarlo solo (un poco más) sollozando ahogado. Luego se levantó y se fue, perdiéndose en la distancia como se pierden los barcos que llegan al horizonte. La fachada, que parecía percibir el destino, amaneció con una grieta en una de sus paredes, Si hubiera sido flor, sin duda no le quedarían más que un par de pistilos persistentes. Varios fotógrafos llegaron de varios lugares a fotografiar el viejo bar. Por lagún motivo los viejos cobran, a veces, un sentido artístico típico de su mirada chiquita y profunda. Pero lo cierto es que el avasallamiento les gana, y en estos casos su debilidad deja libre albedrío a quién sea para que los convierta en lo que quiera. Finalmente, un 13 de agosto de un 30 de octubre, a la hora en que el sol es un durazno maduro, demolieron el boliche. Ese día no fue feo, sólo triste. De una tristeza callada que es fuerte más allá de la cantidad de corazones que ocupe, y que lleva a estos corazones y a sus dueños a quedar retratados en sepia junto al cantinero o a algún perro que siempre existe cerca.