16.4.21

25 de septiembre en Madrid

Hace un mes me mudé a la que hoy es mi nueva casa: un departamento en un edificio del año '70, con inquilinos del año '70, en una zona muy setentosa de la ciudad: Recoleta.
Típica argentina de clase media, lo primero que hice al entrar fue querer guardar los dólares, los pocos que me quedaban. Busqué la caja fuerte adentro de los armarios, como suelen estar en los edificios viejos, pero resultó estar empotrada a la pared y pintada del mismo color, con lo cual era difícil distinguirla. Me dí cuenta dónde estaba porque le faltaba la llave, entonces la cerradura era un agujero negro.
Con el paquete de dólares en la mano, yendo y viniendo por la casa, encontré algunas llaves. Las metí una por una para ver si alguna entraba en la cerradura. Por suerte una entró e hizo palanca en la puertita, y se abrió la caja fuerte.
Tuve un poco de miedo: la puerta, si bien es chiquita, es bastante pesada y, por un momento, temí que hubiera arañas.
Pero, al contrario de arañas, encontré una pila de papeles. Durante el primer milisegundo flashee con que fueran, deseo de todo argentino, dólares, y rogué al cielo que no fueran australes. Inmediatamente me dí cuenta de que eran otro tipo de papeles.
Postales de España, Italia, Bélgica y otros países de Europa, todas sin texto ni firma, pagarés de viajes a destinos que coincidían con las postales entre los años 1974 y 1986, y una carta:

Madrid, 25 de septiembre de 1987

 Querido Mike,
                        miro tu nombre escrito y me resulta, lisa y llanamente, fantástico que seas ésta combinación de grafemas, que todo mi amor o, bueno, gran parte de él, esté comprendido en el sonido de estas letras hilvanadas una detrás de otra. Para mí el amor es tu nombre, qué querés que te diga.

                ¿Sabés? A veces el desarraigo se siente demasiado fuerte y desesperante, como si hiciera frío en pleno mayo. En esos momentos, cuando estoy triste, generalmente a la mañana, me quedo acostada en la cama con los brazos abiertos y recuerdo momentos felices, o los invento.
               
                 Hace unos días recordé cuando vimos amanecer en la Costa Atlántica. ¿Te acordás?, creíamos que iba a ser super romántico pero el sol llegó con el ímpetu y la voracidad de la juventud y, en un pestañeo, nos había amanecido en la cara y ya andaban los churreros ofreciendo frituras en la playa. Qué desprolijos son los amaneceres, dijiste, mientras le dábamos la espalda al mar. Me acuerdo que te dí la razón sin pensarlo, era demasiado joven. Ya no le doy tanto la razón a nadie por mucho que lo quiera.
              
             Los atardeceres, en cambio, pienso ahora, son como el fin esperable de la vida. Ordenados, paulatinos. El sol se esconde elegante y sabio, dejando el cielo pintado como una ofrenda para los que estamos en este planeta, de manera que empecemos a extrañarlo antes de que termine el día.
              
              Mirá si será sabio el atardecer que nos marca el momento del descanso y nos deja la certeza de que vendrá otro día. Estemos o no acá, siempre vendrá otro día con otra noche con otro día, porque en definitiva son parte de la misma cosa, como la muerte de la vida. ¿No te parece?

            ¿Soñás alguna vez conmigo? Yo sé que vos nunca recordás qué soñaste, pero que soñás, soñás. Yo sueño con vos todo el tiempo, incluso cuando estoy despierta. Es como un vicio que tengo, uno barato, pero que no se va con nada, ni con los años.
          
              Así como hay gente que se revienta el sueldo en el bingo, yo me reviento la cabeza pensando en vos.





Estela.