17.9.20

Bitácora del viaje obligado al Extranjero #32 - Hoy llovió feat. Luis Pescetti

 Querido Rey de la Cabina,

                                                   la lluvia aquí es como la muerte: cruel o liberadora. Depende por dónde se camine y qué indumentaria tenga uno puesta.

De cualquier manera el camino siempre es maravilloso porque me hace pensar en muchas cosas, en mucha gente... en vos y en cómo la estarás pasando allá en lo alto, en esa cabina tan alejada del piso que camino yo.

Hoy logré sortear el chaparrón caminando bajo techos a lo largo de quince cuadras. No sé cómo lo hice. No sé de dónde salieron tantos techos. A veces creo en Dios. Sobre todo cuando no tengo paraguas y pasan estas cosas.

Sabrás comprender mi sorpresa: nosotros, los jóvenes, nos sorprendemos con cada cosa buena que nos pasa, por más pequeña que sea.

Infinitamente tuya, pero más que nada mía,


Paloma.

15.9.20

Bitácora del viaje obligado al Extranjero #31 - Mi corazón se rompe los nudillos contra la sociedad.

Han pasado varios meses desde que emprendí este viaje obligado al Extranjero que soy yo misma, y esta isla parece no tener final. Cuánto más fácil sería perderme adrede, otra vez, en la boliviana Isla del Sol, sabiendo que por la costa puedo volver al punto desde donde partí.

Pero parece que los viajes al Extranjero de uno son más largos que los viajes al Extranjero físico político.

Yo soy mi propio punto ciego, decía Pablo, mi profesor de teatro refiriéndose a sí mismo como una cámara de seguridad. Tenía razón: no hay viaje suficiente para conocerse a sí mismo.

8.9.20

Medio pollo en Semana Santa del 2005

 La Turca era una mujer imponente mayormente de manera horizontal: no era tan alta sino más vale ancha, de voz grave y potente, de edad incalculable a simple vista. Podía tener entre 45 años mal llevados y 65 años bien llevados.

Era odontóloga y también ejercía como docente de Anatomía en quinto año del Secundario del Colegio Nacional, donde tenía de alumnos a algunos pacientes e hijos de pacientes.

El día de la muerte de su marido, exactamente el 3 de julio de 1985, La Turca decidió simplificar su vida al máximo: comenzó a vestirse siempre igual (falda plisada hasta las pantorrillas, camisa suelta por afuera de la falda, alpargatas con suela de goma, una hebilla de metal pelada ajustando una media cola, pelo hasta los hombros cortado por ella misma). Compró 235 litros de pintura verde agua que estaba en oferta, e hizo pintar las aberturas del consultorio y del departamento de Mar del Plata que heredó de su difunto esposo y que rentó añares, siempre del mismo color, por quincenas en enero y febrero y en Semana Santa, a pacientes y conocidos, y al que iría cada tanto a ver que todo estuviera en orden. Dejó una lista plastificada con instrucciones de cómo había que limpiar la pava para que no se le hiciera sarro; desenchufar la heladera y dejarla vacía y con la puerta abierta; cerrar ventanas.

Decidió que odiaba el viento húmedo y salado de la costa atlántica, y nunca más viajó por placer a ningún lugar. En cambio, se compró un perrito Yorkshire al que no le puso nombre, y retapizó el silón del living.

En Marzo La Turca solía tomar examen a los alumnos que rendían libre. Si había algo que a La Turca le molestaba más que el viento húmedo y salado de la costa, era que los alumnos quisieran dar su materia libre: los humillaba y desaprobaba sin solución de continuidad, uno atrás de otro.

Uno de esos alumnos fue mi mamá. 

Cada verano que pasábamos en el departamento de La Turca en Mar del Plata mi mamá nos contaba, a mis hermanos y a mí, cómo había sido aquel examen en el que ella comenzó diciendo el protoplasma se divide en células, y La Turca la paró en seco y la echó del aula.

En Semana Santa del 2005, con mis hermanos, decidimos arrojar las cenizas de mi madre en el mar de Mar del Plata. Para eso nos alojamos, una vez más, en el departamento de La Turca, que lamentablemente había sobrevivido a mi madre.

Esa noche pedimos pollo con papas al horno y, al día siguiente, luego de arrojar las cenizas, nos fuimos dejando la heladera desenchufada y cerrada, con medio pollo adentro, la pava medio llena de agua de la canilla y las ventanas abiertas.

Cuando nos llamó por teléfono para insultarnos, alegamos que estábamos demasiado confundidos por la tristeza.