7.12.09

Curiosidad

Por curiosidad nazco y de curiosidad muero.
Curiosidad: virtud.
Curiosidad: defecto.
Curiosidad, palabra que se la lleva el viento,
curioso como el aire que lo invita a serlo
y a recorrer juntos espaldas y cabellos
de eternos ancianos y de nuevos pequeños.

Curiosidad que ata y que también desata,
curiosamente, siempre, demasiado sensata.

Curiosidad: el todo, y con él, la nada.
Curiosidad ambigua y siempre autodidacta,
una entidad sublime, urgente como lava,
caliente como brisa y fresca como llama.

Curiosidad temida por vidas sistemáticas,
curiosidad, enemiga de doctrinas monárquicas.

Curiosidad la ciencia,
curiosidad el arte,
curiosidad la vida
y el hecho de abrazarte
y ser tierra, y ser agua...
y hasta ser un poco barro,
o ser canto de curiosos cansados de desencanto.

26.11.09

De cuando murió y de lo que sintieron los suyos

El diagnóstico había sido terminal y, como era de esperarse, él y los suyos no pudieron resistir el agobio y se ensombrecieron. Todo fue rápido, como esos nubarrones de verano que uno no alcanza a notar y, de un momento a otro, desatan tormentas apocalípticas. El hecho de que lo hubieran avisado. de que les hubieran dicho que en unos meses desaparecería del planeta hacía que no pudiera existir al menos por el tiempo que le quedaba. Era éste un momento de extrañamiento tan grande que el pueblo entero se preguntaba ''por qué''. Como era de esperar, muchos de los que siempre lo visitaban se aferraron aún más a sus cimientos, pero otros, ya fuera por temor a la nostalgia (que de todos modos hace lo que quiere con la gente) , dolor o impotencia, no volvieron más. Optaron por otros lugares o por quedarse en su casa, no jugaron más al truco ni tomaron más vino con soda. Nadie dijo nada, después de todo y de tanto tiempo juntos no había motivos para enojarse con ellos. En situaciones así cada uno reacciona cómo puede. Ésta era una manera de enlutarse más temprano, de asumir la muerte un poco antes de que ocurriera, tal vez para acostumbrarse. Los que estuvieron allí hasta el último momento, por su parte, desistieron de la tentación de preguntar si quiera si había algo por hacer. Se quedaron ahí, inmóviles, secos, llenos de telarañas y polvillo. Se paraban sólo para irse y al día siguiente cada uno ocupaba su lugar, el que había ocupado todos los días durante más de cincuenta años y desde donde cada uno era monarca, abandonando el trono ocasionalmente para algún partido de chinchón o truco. La noticia había sacudido el lugar de tal manera que nadie volvió a subir el volumen del televisor ni a girar la hoja del calendario, que quedó eternamente en agosto, 13. Pasado un tiempo, cuando ya no llegaba como antes los camiones con damajuanas de vino y sifones de soda, cuando el cartel amarillo de agua tónica terminó de emblanquecerse y la rejilla estuvo del todo agujereada, fue que llegó el calorcito de la rpimavera y, con él, las moscas. Siempre habían sido parte de esa fraternidad de la esquina. Pero este calor pesaba, era húmedo y las moscas, ahora más avaras que nunca, se apropiaban de todo vestigio ancestral que pudiera existir. Los que estaban ahí las miraban, se limitaban a apoyar sus engranajes oxidados en las sillas y a quedarse autistas, viendo cómo se llevaban las migas que nadie tenía voluntad de juntar, cómo quedaban atrapadas en las telarañas de los almanaques con pasajes del Martín Fierro que alguna vez alguien había leído para todos los presentes, o cómo la arañas que los habitaban se las comían, altaneras, enfrente de todos con total impunidad. Un día de los últimos de septiembre, un hombre de allí que se guarecía del sol rajante de las tres de la tarde, estalló en llanto. Era tácito el motivo, todos se sentían igual, ya no había machos ni compadritos, estaban totalmente despojados en el medio del desierto. Así fue que un par de palmaditas en la espalda, provinientes de un fulano tan desconocido como él bastaron para calmarlo y dejarlo solo (un poco más) sollozando ahogado. Luego se levantó y se fue, perdiéndose en la distancia como se pierden los barcos que llegan al horizonte. La fachada, que parecía percibir el destino, amaneció con una grieta en una de sus paredes, Si hubiera sido flor, sin duda no le quedarían más que un par de pistilos persistentes. Varios fotógrafos llegaron de varios lugares a fotografiar el viejo bar. Por lagún motivo los viejos cobran, a veces, un sentido artístico típico de su mirada chiquita y profunda. Pero lo cierto es que el avasallamiento les gana, y en estos casos su debilidad deja libre albedrío a quién sea para que los convierta en lo que quiera. Finalmente, un 13 de agosto de un 30 de octubre, a la hora en que el sol es un durazno maduro, demolieron el boliche. Ese día no fue feo, sólo triste. De una tristeza callada que es fuerte más allá de la cantidad de corazones que ocupe, y que lleva a estos corazones y a sus dueños a quedar retratados en sepia junto al cantinero o a algún perro que siempre existe cerca.


29.10.09

Ensayo sobre el círculo vicioso

Me prometí no incurrir en un círculo vicioso perpetuando la temática de mis relatos, también prometí no escribir sobre mi problema de no poder dejar de soñar, pero sabía que si no lo hacía caería finalmente en el mismo abismo donde no quiero volver a caer o seguir cayendo: el abismo de soñar despierto.
A veces uno piensa que si cuenta los problemas, éstos se van. Otras veces, que si no los cuenta, se olvidan. Si los cuenta, después se da cuenta de que el problema no era tal. Si no, lo siente el contratiempo más grande del mundo si no la desgracia. Pero bien, andando con cuidado por la curva cerrada de mi círculo vicioso me doy cuenta de que soñar no es un problema y que si no puedo dejar de hacerlo ni escribirlo será porque carezco de creatividad o abuso de ella. Pero eso ya sería otro problema en el que pensar. Por lo pronto, he contado mi problema y he llegado a la conclusión de que no era problema. De modo que ahora mi problema es que no tengo problemas, o que lo he contado y, por ende, lo desperdicié, me lo arranqué y siento culpa.
Por eso, por favor, olvide lo que acaba de leer y volvamos a empezar: Me prometí que no incurriría en un círculo vicioso perpetuando la temática de mis relatos...

7.10.09

De ancianos y gorriones

No recuerdo detalladamente porque con el tiempo se tornó uno más de esos recuerdos que, cuando vuelven, tornasolan el día.
Hoy (vaya uno a saber por qué), no me lo puedo sacar de encima, entonces lo escribo:
Venía yo caminando sola por la calle, con la resolana de un domingo a las dos de la tarde que me recorría nuca y espalda. No veía bien, hacía mucho calor. Las figuras ondeaban pero igual tenía la vista nublada, y los oídos tapados. Entre medio del sopor vi una persona sentada en la entrada de una casa. Como inevitablemente pasaría por ahí, venía preparando mi cabeza para moverla un poco y decir un ''...nas tardes''. Pero cuando pasé la vista se me desvió, como imantada y, sin querer, lo miré a los ojos.
Era un anciano, de esos que ya no tienen edad. Porque perdieron la cuenta u olvidaron si fecha de nacimiento. Estaba tan cansado, el pobre, tan obsoleto que paré y le pregunté si tenía hora, aunque fuera para hablar de algo. Me dijo que no, que a él hacía mucho que hasta los números lo habían olvidado. Esbocé una sonrisa débil (con semejante respuesta fue lo único que pude hacer) y me senté a su lado. Le pregunté qué hacía ahí sentado, con todo el calor, pudiendo estar más fresco adentro.
-Bah, yo no sufro más, nena- me dijo.- Estoy esperando-.
Con esa frase y con los tiempos que corren como corren hoy, se me ocurrió que tendría un ataque de demencia senil o una simple ''perdida'' como suelen tener los abuelos sin fecha.
Pero no. Corroboré lo lúcido que estaba cuando le pregunté a quién o a qué esperaba.
- ¿A vos qué te parece que puede estar esperando un viejo como yo sentado solo?- me respondió.
Bajé la vista y vi (y el viejo también vio) que se me erizaban los pelitos de los brazos.
-¿Sos vos?- me preguntó.
-No, no soy yo-le dije. -¿Cómo sabe que está por venir?- pregunté.
- Ya te vas a dar cuenta- dijo al aire tras un silencio.- Llega un momento en que no sos más que un un gorrión de esos que caen del nido antes de aprender a volar, y vagan invisibles entre humanos, perros y gatos, o bien se quedan quietitos en un lugar hasta que el sol se los lleva consigo, o por alguna razón simplemente desaparecen. Y no es que no tengan ganas de volar. No señor. Es más, muchas veces incluso aletean, como queriendo elevarse. Pero su espina dorsal no soporta tanto peso, aunque sean unos pocos gramos-.
Subí nuevamente la vista. Su espina estaba ya como la del gorrión, desvencijada, como queriendo enrollarse y ser caracol. El anciano me miraba por el par de huecos diminutos que dejaban las arrugas y el pelo largo. Huecos celestes que parecían no tener final. Lo miré un rato y me empezó a parecer transparente.
Al cabo de unos minutos cerró los ojos y mientras pasaba su mano rítmicamente por el trayecto que va desde el muslo a la rótula, dijo -Bueno, ya está-. Y fue desapareciendo entre volutas de humo, al igual que el resto de las cosas del lugar, y luego el lugar. Me miré, pero yo no desaparecía. Quedé flotando unos minutos en una realidad blanca que existía y a la vez no. Después me di cuenta de que mis ojos, que creía abiertos, no estaban abiertos. Los abrí despacio y me encontré sentada al pie del árbol donde había caído un rato antes.

28.9.09

Crónica de una caminata nocturna

La noche de un tiempo remoto, el alma de Amelia le pidió a su cuerpo que la llevara a vagar sin rumbo por los confines de las banquinas de la ruta. Necesitaba con fuerzas viscerales abandonar el lugar (aunque fuera por un rato, aunque fuera para siempre). Necesitaba moverse de su sitio, tanto tiempo los pies sobre la tierra acabarían por echar raíces y acostumbrarse al acostumbramiento.
Fue así que Amelia, alma y cuerpo caminaron por la costa de la ruta con la sola compañía de la luz de la luna y algún que otro motor bizarro que pasaba por su derecha, ciego, sobre el carril de asfalto sobrio y distante.
La luna iluminaba flores, árboles, objetos olvidados, a la tierra y a Amelia, que jugaba a buscar sombras extrañas que se dibujaran con la luz limpia y blanca. Así, medio bailando, medio volando pero siempre escapando del eterno tango citadino, y con los pies bien despegados del suelo, fue que se encontró con otro ser vagabundo. Andaba en sentido opuesto, buscando el mismo tesoro intangible de la libertad nocturna. Se miraron, se observaron y se contaron de dónde venían, de qué escapaban.
Amelia venía de un barrio rodeado de humanos, que sólo era la pequeña parte de una gran ciudad plagada de más humanos. Mucho no tuvo que explicar de su exilio voluntario.
El alma viajera, la otra, escapaba de la muerte lamentable en el encierro de la civilización. Cada noche encontraba en su camino lugares ideales, más o menos acogedores pero lugares al fin.
Los viajeros, escapando de la deriva en la que naufragaban los que dormían entonces, recorrieron sin rumbo ni ritmo el sendero marginal que se destina al noctámbulo inquieto.
Y mientras charlaban de coincidencias y diferencias, de la conciencia y la indiferencia, vieron que un aura leve se elevaba en la línea que divide cielo de tierra. Fue hora, entonces, de emprender el camino de regreso y con él, de volver a la vida normal, que ya no volvería a ser normal porque sus vidas habían confluído al fin y ahora existían dos almas más curiosas aún que antes.

29.7.09

Sumergidos

Hace treinta minutos llenó de agua la bañera.
Hace veinte minutos que está encerrada en el baño. La separan del mundo una pared de Durlock y una puerta de madera con vidrios pintados, para que no se vea. Tapó la cerradura con papel higiénico por si algún curioso se tentara (hoy en día la curiosidad trasciende todo tipo de fronteras).
Del otro lado hay una horda de especímenes hundidos en su mediocridad, ocupándose de la vida cotidiana, discutiendo precios, alzas, bajas, horarios, fechas y demás números que creen propios, aún cuando éstos los controlan a gusto y piacere.
El más viejo de ellos saca cuentas mentales sobre su jubilación y se queja. La del baño se sumerge. La hija del viejo discute con la madre sobre los horarios de recolección de basura y los desastres que hacen los perros del vecino en su vereda, y el infaltable: ''ya no se puede vivir tranquilo''. La del baño piensa. Otro mira TV y festeja los chistes nefastos que hace un semi analfabeto. La que está en el baño no puede parar de pensar, piensa con rabia, con el alma y con la conciencia. A veces desearía no hacerlo con tanta frecuencia, en ocasiones su pensamiento la sorprende en los lugares menos convenientes, donde personas, como aves rapaces, están al acecho de algún suceso fuera de lo común, anque sea lo más mínimo.
Más de una vez quiso ser como los demás, tal vez así no sufriría tanto. Pero dejar pasar la vida sin escuchar el alma le resultó mucho más complicado de lo que pensaba.
La sumergida se pregunta cómo hace la gente que no tiene nada y, sin embargo, le agradece a Dios, o quienquiera que sea, cada momento de luz, cada rayo de sol que los entibia, cada gota de agua que los calma. Se siente tan a gusto así, sumergida en su pensamiento, imaginando un mundo fuera de lo común, de lo que se llama común. Está tan bien lejos de la maldad, de la negligencia, de la indiferencia, de los impuestos, las tasas, el morbo, y todo eso de lo que vive la gente que está fuera del baño, que ya no quiere emerger.
Pasaron veinte minutos más y la sumergida no quiso dejar de pensar.
Los de afuera del baño se acuerdan de ella.
Tarde, la sumergida se sumergió para siempre y ahora está llena de pensamientos y llena de agua.



5.6.09

Soles estacionales

Yazgo sobre un lecho de hierbas contemplando, con mis cinco sentidos, el calor de un sol otoñal que me peina el cabello que enreda el viento y les da un brillo especial a las hojas que llueven sobre mi cuerpo inerme.
Yazgo sobre un lecho de hierbas contemplando, con mis cinco sentidos, el calor de un sol invernal bajo cuyos rayos es posible congelarse de todos modos, aunque no es hostil.
Yazgo sobre un lecho de hierbas contemplando, con mis cinco sentidos, el calor de un sol primaveral que emana aromas de luz y vida como ninguna luz ni ninguna vida son capaces de hacerlo. Un sol que aceita los engranajes de mis huesos y estimula los músculos que el invierno fosilizó, mientras me acaricia los párpados.
Yazgo sobre un lecho de hierbas contemplando, con mis cinco sentidos, el calor de un sol de un verano remoto, en un lugar desconocido. Me entibia hasta el conocimiento, de a ratos me adormece. Y me abraza, como si presintiera mi partida. Me abraza como si fuera suya. Me abrasa, me abrasa tanto que siento que me reseco y me quiebro. Mejor me muevo, mejor me voy. Pero no puedo. Maldito el momento en que olvidé despertar.
Yazgo debajo de un lecho de hierbas...


5.1.09

Un Pedido

''Vísteme despacio, que estoy apurado''.
Eso fue lo que dijo Napoleón a su criado mientras le abotonaba la camisa. Calmo.

Así de tranquila estoy al saber que te tengo.
A pesar de la inmensidad y nuestra insignificancia.
A pesar de saber que todo termina y que nuestras vidas le importan a menos gente de la que existe.
A pesar de ser un par de hormigas en este hormiguero que puede ser tanto aplastado por una roca como volado por una leve ráfaga, convertido en mucho menos por un rocío al amanecer.
A pesar de todo eso que somos y no, te tengo y me tenés, y tenernos sólo durará lo que quiera, toda la vida, quizás. Porque nada dura tanto como lo pasado, y a su vez esto, forma los cimientos de lo que vendrá. Presagios.
Pero seguí dándome de vos, que mientras existas en mí, conservaré mi tranquilidad napoleónica y no veré tanto la realidad como estas noches en las que no me extrañás más.

4.1.09

Los consecuentes, pensamientos de alguien sobre el todo

¿Existe el tiempo?, ¿O es, acaso, una consecuencia más de los consecuentes?. Algunas de las tantas preguntas que suelo hacerme, son esas.
¿Por qué existe todo?, ¿Por qué es así y no de otra manera? ¿A quién preguntarle esto?, ¿Quién me diría la respuesta correcta?, ¿Era una sola, o serían más?.
Sin saberlo los demás, empiezo una etapa por la que pasaron todos aquellos que, yo consideraba, podían tener la respuesta. Son más antiguos consecuentes que yo, y sin embargo, no encontraron una respuesta todavía, están cansados. El transcurso del tiempo les tendió un pañuelo y ellos lo usaron para vendarse los ojos, dejándose llevar por lo supuesto. Hicieron lo mismo que todos.
Hoy juro que no seré así, sere una consecuencia distinta. Pero, ¿Quién asegura que que me voy a conservar?, si también estoy expuesta a la infección que acaba con los sentidos, y los pañuelos me son tendidos diariamente.
Son pensamientos nuevos en mí, viejos en la existencia de la humanidad. Están desgastados y son recurrentes en ciertos momentos, en algunos de nosotros.
Los consecuentes somos de esta manera. Estamos condenados a pertenecer a la masa ciega. Sólo los rebeldes se salvan de ella.