30.3.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #3

Hoy es mi día número 14 de cuarentena.
El extranjero ya no me resulta tan extraño.

Me puse a escuchar un disco.
Un sonido me recordó al Quilotoa.
Qué ganas de estar en el Quilotoa.
El frío de esa madrugada nos caló los huesos.

Hasta ese momento, yo creía que cualquier frío calaba los huesos.
Pero esa mañana me enteré de qué se trataba.

Tomamos chocolate caliente en una cabaña frente al volcán,
mientras la gente de lugar bajaba gallinas vivas, 
atadas como racimos,
de la bodega de un colectivo.
Yo intentaba sacar fotos aunque me costaba doblar los dedos.

Nos habíamos levantado a las 4 de la mañana y habíamos caminado hasta la rotonda de la entrada del pueblo.
Un grupo de docentes que viajaba a dar clases al Quilotoa nos había llevado en el auto de uno de ellos.

La noche anterior, el dueño del hospedaje donde dormíamos,
que también era el dueño de la despencita donde comprábamos arroz y papel higiénico,
nos había invitado a cenar a su casa.
Cenamos café y pochoclos,
y le pasamos la receta del vitel toné.

Dormíamos las dos en una cama matrimonial.
No teníamos wifi,
el Ingeniero había prometido ir a instalarla o arreglarla,
pero durante todos los días que estuvimos en ese pueblo,
el Ingeniero nunca apareció.

Nuestra cama tenía un cubrecamas peludito
con los colores de la bandera de Ecuador.

Yo creía que me había enamorado de Sebas, mi amigo.
Qué bueno que nunca se lo dije.
Ahora entiendo que yo me había enamorado de Ecuador, y solamente necesitaba ponerle cara al país.

26.3.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #2

Hoy fue mi día número 10 de cuarentena voluntaria.
Todo indica que el 16 de septiembre va a ser una fecha que voy a recordar mucho tiempo.

Por la tarde subo a la terraza a tomar un poco de sol.
Mi mamá insiste en que ver el sol ayuda a lidiar con la tristeza.

Ella lo llama ''el bajón''.
Desde la terraza veo dos calles, Avenida Medellín y Cerrada Torreón, y la boca calle donde se cruzan cerrada Torreón con Calle Torreón.
Acá las calles son así, muchas se llaman igual, y el adjetivo es lo que da cuenta de la diferencia entre una y otra.
Más adelante se cruzan Bajío y Cerrada Bajío. Y así, muchas.
Pareciera no tener explicación, pero la tiene.
Como todo en México, en algún punto de lo profundo,

las cosas tienen una razón de ser o de llamarse.

Hoy ví por tercera vez un pajarito que se posa en una esquina de la terraza y pía.
No sé si es siempre el mismo, me gusta pensar que sí.


Ahora tengo otro motivo para seguir yendo a la terraza a tomar sol.
Y el tiene un motivo para seguir visitando esa esquinita.
Ambos sabemos que un cantante sin espectadores, no es un cantante.

24.3.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #1

Todo con lo que tropiezo es yo misma.
Las rutinas ya no me satisfacen y, a pesar de que sé que si uno se lo propone, cualquier texto puede ser revelador, algo me detiene.

Sin embargo,
La terraza se ha convertido en un lugar precioso.
Entre cables y tanques de agua, me siento en el piso de cemento a sentir que el sol me quema.
Extraño el sol y, cuando me doy cuenta de eso, se abre la compuerta del extrañamiento.
Estar lejos no es fácil y, a veces, tener muchos seres queridos, 
tampoco.

Las antenas se acumulan en los techos, me recuerdan a familias y sus varias generaciones.
Los aviones todavía pasan. Menos, pero pasan.
Las montañas se asoman tímidas por detrás de la babita.
Así llamamos a la contaminación con mis amigos, babita.

Sé que las terrazas y los techos son los mismos de la semana pasada, pero los veo distintos.
Lo que cambió es mi forma de ver.
Obligadamente miro más lento, más detenido.
Me parece un despropósito posponer la curiosidad en un momento así.

Ahora tengo el tiempo de mirar las plantas,
de pensar en ellas, y en que inevitablemente y a pesar de todo lo que les hagamos, nos sobrevivirán.

Y pienso en que, pobres, qué feo trabajo les toca.
Tener que decorar las casas de personas egoístas.
Alimentar a gente egoísta.

Lloro un poco por las plantas,
por las familias de antenas que se oxidan al sol,
por los aviones que no me puedo tomar,
por mi familia que está lejos,
porque no puedo salir,
porque no puedo abrazar.
Como si todos esos sentimientos fueran minerales,
siento que mis lágrimas están más saladas que nunca.

Me seco las lágrimas y me saco una selfie.

19.3.20

Un viaje obligado al extranjero

Para descubrir que el territorio más desconocido es el propio
y que no queda otra que recorrerlo para encontrar el puente que, con suerte, conduce a un lugar mejor.
Quién sabe si habrá oro, petróleo, artesanías, agua limpia.
Quién sabe si las guerras serán más sangrientas, o los malos más ricos. 
O si será todo junto, otra vez.

Mientras tanto estoy perdida y lloro cada tanto,
porque tengo miedo,
porque no sé si mi familia está bien, ni dónde.

Por qué aparecí acá,
yo creía que estaba soñando.
Pero me pellizco y sigo acá.
Pateo piedras y no siento nada.

Tal vez mi madre esté intentando despertarme, viendo que lloro dormida.

Y solo estoy durmiendo la siesta una tarde de verano en la casita del campo.
Y el estanque está lleno de agua.
Y está esperándome para que vaya a desgastarme las yemas de los dedos.