30.3.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #3

Hoy es mi día número 14 de cuarentena.
El extranjero ya no me resulta tan extraño.

Me puse a escuchar un disco.
Un sonido me recordó al Quilotoa.
Qué ganas de estar en el Quilotoa.
El frío de esa madrugada nos caló los huesos.

Hasta ese momento, yo creía que cualquier frío calaba los huesos.
Pero esa mañana me enteré de qué se trataba.

Tomamos chocolate caliente en una cabaña frente al volcán,
mientras la gente de lugar bajaba gallinas vivas, 
atadas como racimos,
de la bodega de un colectivo.
Yo intentaba sacar fotos aunque me costaba doblar los dedos.

Nos habíamos levantado a las 4 de la mañana y habíamos caminado hasta la rotonda de la entrada del pueblo.
Un grupo de docentes que viajaba a dar clases al Quilotoa nos había llevado en el auto de uno de ellos.

La noche anterior, el dueño del hospedaje donde dormíamos,
que también era el dueño de la despencita donde comprábamos arroz y papel higiénico,
nos había invitado a cenar a su casa.
Cenamos café y pochoclos,
y le pasamos la receta del vitel toné.

Dormíamos las dos en una cama matrimonial.
No teníamos wifi,
el Ingeniero había prometido ir a instalarla o arreglarla,
pero durante todos los días que estuvimos en ese pueblo,
el Ingeniero nunca apareció.

Nuestra cama tenía un cubrecamas peludito
con los colores de la bandera de Ecuador.

Yo creía que me había enamorado de Sebas, mi amigo.
Qué bueno que nunca se lo dije.
Ahora entiendo que yo me había enamorado de Ecuador, y solamente necesitaba ponerle cara al país.

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