2.4.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #4

Hoy es mi día número 16 de cuarentena.
En este ejercicio de recordar otros viajes donde fui un poco más libre pero igual de feliz que ahora, hablé por teléfono con Mari y le conté por primera vez la historia de una noche de la que ella también fue parte.

A los chicos los conocimos en Mompiche.
Discutiendo por un enchufe.
Si no hubiera sido por Mari, y si hubiera sido por mis prejuicios tan firmemente instalados, yo los seguía odiando hasta el día de hoy.

Unos días después de conocernos, nos encontramos en Quito, y nos quedamos a dormir en su estudio.
Ellos trabajaban haciendo jingles para publicidad y en su tiempo libre tenían una banda que se llama EVHA.
Nos hicieron escuchar el primer disco, que aún no estaba editado, y nos pareció grandioso.

Esa tarde se largó a llover. 
La lluvia nos encontró en un techito, en la vereda del estudio, tomando cerveza Club Colombia con Alfie, que insistía en que era la mejor cerveza que se conseguía en Ecuador.
Martín y Seba tomaban malteadas de un local que estaba al lado del estudio.
Unos días más tarde nos enteramos que se les había escapado la tarántula que tenían de mascota, y andaba perdida ahí adentro.
Habíamos dormido dos noches entre instrumentos musicales y una potencial tarántula.

Luego nos mudamos a La Posada del Maple. Y fuimos alternando entre ese hostel y el de enfrente, que costaba lo mismo pero no tenía desayuno.
En ese hostel conocimos a Ro y a Albán, un francés al que terminamos apodando ‘’Árbol’’ porque no podíamos pronunciar bien su nombre. Albán nos decía ‘’Focas’’. Nunca supimos bien por qué.

Las noches en Quito transcurrían entre su hostel y el nuestro.

Para la anteúltima noche en Quito, habíamos programado nuestra despedida con Ro, Arbol y los chicos. Pero previo a ese evento, con Mari decidimos tomarnos una birra en la tranquilidad de la galería de la Posada del Maple, que daba al frente del otro hostel.
Mientras lidiábamos con un paquete de papitas con chile y tomábamos birra para pasarlas, observábamos cómo una chica del hostel de enfrente discutía con su novio en la vereda. 
La chica entraba y salía mientras nosotras conjeturábamos sobre dónde se habrían conocido, si sería su primer viaje juntos, por qué discutirían...
Hasta que vimos salir a la chica con mochilas, y no la vimos volver. Supusimos que se habían reconciliado y nos pusimos contentas por ellos.
Al rato nos llega un mensaje de Ro. Habían robado en el hostel.
Y nosotras lo habíamos visto todo.

Entre morbosas y con ánimo de ayudar, nos cruzamos al hostel.
Cinco porteños enardecidos gritaban que les habían robado todo, incluídos los pasaportes, mientras otro encontraba su saxo en el baño, la encargada del hostel lloraba y su marido le decía que no había que preocuparse.
Los porteños llamaban a sus padres, que tenían contactos en el Consulado, para que los ayudaran a resolver.
Ro, Árbol, y nosotras dos, nos fuimos aproximando lentamente hacia la mesita del patio, a seguir tomando birra.

Al día siguiente íbamos a la ermita de no se qué. Un lugar que quedaba arriba de una montaña donde se comentaba que se veía todo Quito y más allá.
Pero todavía nos faltaba la fiesta con los chicos.
Mari, Ro y Arbol decidieron no salir esa noche, para estar frescos al día siguiente.

Yo no me iba a perder una fiesta en Quito ni en ningún lugar del mundo, bajo ningún punto de vista.

Los chicos me pasaron a buscar por La Posada del Maple. Eramos Martin, Seba y yo. 
Habían comprado Fernet Branca, pero no sabían que se tomaba con Coca Cola.
Cuando me mostraron la botella, ya se habían tomado la mitad.
Le dí un trago a la botella solamente para no despreciar, les dije que dejaran de tomar el fernet así que les iba a hacer mal, y nos fuimos a la fiesta.
Era en la casa de un actor, en un barrio cerrado, en las afueras de Quito.
Bailamos como locos esa noche. Seba me regaló la tapa de una botella de algo, que tenía forma de hongo, y que dotamos de vida llamándola ‘’Honguito reggaetonero’’, que al día de hoy todavía está en la repisa de mi biblioteca en Buenos Aires.
Cuando la fiesta terminó, salimos a buscar el auto para ir al estudio a armar una jam o algo por el estilo.

Vi que las caras de los chicos se transformaban. 
A lo lejos venía caminando un hombrecito rubio, de pelo largo.
Empecé a preguntar qué pasaba pero me pidieron que me callara y me subiera al auto.
Adentro del auto me contaron que ese hombrecito rubio era alguien muy complicado, que no podían deshacerse de él porque iba a ser peor. El tipo iba a venir con nosotros al estudio.

Estábamos todos bastante borrachos. 
Cuando llegamos al estudio, los chicos se pusieron a tocar. Mateo Kingman improvisaba sonidos, Seba se quedó dormido tocando la batería. Yo me había olvidado de la tarántula vagabunda. Todo era feliz y gracioso.

En un momento se hizo un silencio. El tipito rubio había empezado a pedir cocaína. 
Nadie ahí adentro tenía cocaína. 
Pero el tipo no entendía, creía que se la estaban escondiendo.
No sé motivada por qué, yo me levanté de donde estaba y me acerqué al tipo.
Agarró un cutter y se lo puso a Martín en el cuello. 
Para tratar de desviar la intensidad de la situación, Martín le cuenta al tipo que yo ‘’también’’ era argentina.
Mientras el tipo se daba vuelta para mirarme, Martín le sacó el cutter de la mano y lo guardó.
Yo le daba charla al tipo, mientras él me contaba que su mamá y su abuela eran prostitutas, que él se había criado en prostíbulos, y que era músico, que yo no tenía que tomar cocaína nunca, porque era una droga de mierda e iba a terminar como él, siendo una persona de mierda.
Los chicos resolvían cómo sacarlo de ese cubículo donde éramos 29 borrachos y un drogadicto en abstinencia.
Finalmente lograron arrearlo hasta la salida del edificio, desde donde finalmente el tipo se fue a su casa no sin antes pegarle una piña al portón automático y dejarlo abierto para siempre.
Nos había cagado la noche por segunda vez.

Cuando salimos a la calle, ya era de día.
Llegué al hostel y me acosté.

A los quince minutos, Mari me despertó para desayunar hot cakes y salir hacia la ermita de no se qué mierda.
En todas las fotos de ese día estoy durmiendo.
Durmiendo en un monumento, durmiendo en un mirador, durmiendo en un parque, durmiendo en la ermita de la virgen de la puta madre que me parió.

Al día siguiente tomamos el avión de vuelta a Argentina. 
LAN había sobrevendido vuelos, y nos tuvo 28 horas en el aeropuerto de Lima endulzándonos con WiFi y vouchers para comer sushi a discreción.

Mari lloraba.
Yo le decía que no llorara. 
Mari me decía que la deje llorar en paz, que era lo único que podía hacer.
Era la primera vez que Mari viajaba en avión..
Yo traía conmigo a ‘’Honguito Reggaetonero’’, pero ni siquiera eso la hacía reír a Mari.

Cinco años después, la vida nos encontró atravesando una pandemia a diez mil kilómetros de distancia, con mucho menos sushi, pero igual de varadas que aquella vez en Lima. Con algunos años más, habiendo dejado macerar los recuerdos hasta que se convirtieron en una anćdota que hoy nos hizo llorar de risa por videollamada.

No hay comentarios: