20.8.21

Drenaje

Un rayo me parte la cabeza de adentro hacia afuera.

El sonido de todas las palabras del mundo, que nadie escucha, viene luego de la luz, que nadie ve.

Seguidas, pegadas, infinitas al punto tal de la ininteligibilidad, las oigo.

La vibración de las palabras me parte el cráneo, de adentro hacia afuera, pero nadie lo ve.

No sangra. En cambio, sale aire caliente.

Mi cabeza partida parece el caño de drenaje de aire del Sheraton María Isabel de la Ciudad de México. Con la diferencia de que del otro lado de ese drenaje hay sábanas y toallas blancas, limpias y planchadas,

 y adentro de mi cráneo partido, hay todo lo contrario.






13.8.21

Húmedo y frío

En viernes, en agosto, a las 6 de la tarde en Ciudad de México, como es normal, empezó a llover.

Como hace casi todo el mundo con casi todo en esta ciudad, hice como si nada.

Me quedé sentada en la mesa donde estaba tomando vino, de espaldas a la lluvia y de cara a la botella.

No cerré las ventanas,
ni pensé en cómo se colaría la lluvia por los agujeros de mi casa que conectan el afuera con el adentro.

Supe qué pasaría, pero no pensé en eso.

No me importó.
En cambio, seguí tomando vino.

Siendo consciente de que se mojarían las cortinas y el piso de madera se levantaría, y el gato pisaría el agua y dejaría barro en todas las superficies, y arriba de mi cama.
No me importó.

Cuando la botella se vació, me acosté en la cama húmeda y fría, en un sopor casi tan triste como el estado de mi casa.

El gato húmedo se acostó al lado mío y nos dimos calor.

Pero no me importó.


9.8.21

La firma de mi madre

Una de las cosas que aprendí siendo inmigrante es a materializar la presencia de mis seres queridos lejanos de maneras no convencionales.

La semana pasada Flor, una de mis amigas de la migración, tuvo covid (con minúscula porque no merece ser escrito como nombre propio). Flor y yo vivimos en el mismo edificio entonces, durante esos días, el sistema era el siguiente:

Ella hacía el pedido a la farmacia, el pedido llegaba, yo bajaba a buscarlo, lo subía, le tocaba la puerta y me iba. Así estuvimos un par de semanas.

Uno de esos días, el médico que la atendía por Zoom (con mayúscula porque es un servicio que nos ha facilitado enormemente la vida en estos tiempos y merece ser tratado con respeto), le recetó un antibiótico. Flor me mandó la receta en pdf, la imprimí y fui a tres (TRES) farmacias en las cuales, a pesar de vender clorhidrato de paroxetina de forma libre, no venden antibióticos a menos que la receta esté firmada de puño y letra por el médico.

Quien conoce México sabrá a lo que me refiero si digo que fue imposible hacerles entender que la persona que necesitaba el antibiótico estaba encerrada en la casa con covid y que, a pesar de que no había manera de conseguir esa receta en manuscrito, se podía escanear el código QR que traía impreso abajo a la izquierda, y ahí figuraba la matrícula del profesional de la salud.

No hubo manera. A pesar de las distintas explicaciones que ofrecí a cada empleado de cada farmacia, la respuesta fue siempre la misma: para adquirir antibióticos se requiere presentar la receta de puño y letra firmada por el médico.

Así, como robots, porque los mexicanos son una gente maravillosa pero si hay algo que tienen de malo es que cuando te tienen que dar una mala noticia, lo hacen de la manera menos humana posible.

Mandé un audio de 30 segundos a Flor en el que todo eran insultos al país y a su gente.

Pero a Flor, en vez de insultar, se le ocurrió algo que mi condición de hija única criada entre algodones nunca hubiera permitido, que fue truchar la firma del médico.

Imprimí de vuelta pero a color, hacéle la firma y andá a la farmacia. Pero andá otra farmacia, no vas a ir a la misma, me dijo.

Harta de México (en mayúsculas porque muchas veces me agota pero sigo amándolo y es un país increíble), salí a imprimir. En el camino pensé en que, a modo de cábala, la firma que pondría sería la de mi madre.

Llegué a la farmacia, extendí la receta firmada con total seguridad y salí de la farmacia con el tan mentado antibiótico.




5.8.21

La adultez

Hacía 7 meses que no lloraba.

En la costa del Pacífico un miércoles a las 2 de la tarde, le conté a un desconocido de la vez que escuché nevar en Neuquén.

Después de un rato en silencio, sola, rodeada de sol, sal y parlantes con reggaetón, camufladas por la transpiración de la cara, se me empezaron a caer las lágrimas.

Yo que siempre sé dónde está todo, no sé dónde quedé. 

Ahora escribo arriba de los taxis y en los semáforos en rojo, que son los únicos momentos en los que no estoy cubriendo necesidades de otros, que ni siquiera conozco.