31.10.17

El miedo y el chipá

El sábado pasado almorcé un chipá mientras caminaba por Once. 
Se lo compré a un señor que también vendía empanadas. Le pregunté de qué eran pero no escuché la respuesta y compré el chipá. 
Lo compré más porque me pareció pintoresco comer chipá en Once que por gusto. En realidad el chipá no me gusta tanto.
Era una rosca grande. Y estaba frío. 
Dí dos mordiscos.
Al segundo mordisco pensé que me iba a caer pesado.
Dí algunos mordiscos más y lo guardé en la mochila
El chipá siempre me cae pesado. Si está frío, peor.
Me dió miedo encontrar pelos en el chipá.
Tengo mucha facilidad para encontrar pelos en la comida. No los busco, jamás. Simplemente los veo o, peor, se me enroscan en la lengua. 
Cuando eso pasa, frunzo toda la cara. Si estoy con mis amigas, me ven y dicen ''no, no, no puede ser''. 
Y sí, es un pelo. 
Y no puedo seguir comiendo.

Pero el sábado tenía mucho hambre. Así que me mentalicé de que las condiciones de higiene de la cocina donde se había llevado a cabo el chipá que estaba comiendo eran, al menos, buenas. 
Sentí un pelo en la punta de la lengua, lo palpé un poquito. 
No me cercioré de que fuera un pelo real. 
No quería enterarme. 

Me puse a pensar en el asco.
Llegué a la conclusión de que el asco es el rechazo a lo que está fuera del lugar que le fue asignado en su origen, biológicamente o por convención.

El asco es miedo.

Terminé de comer el chipá mientras caminaba por Belgrano.

¿Cuánta tristeza es necesaria para llorar?

A veces no puedo llorar. 

Tengo ganas de llorar y no puedo.
No ganas caprichosas de que se me antoja arrojar líquido por los ojos. Ganas de verdad. 
Tristeza. 
Tristeza en los ojos, en la cara, en el cuerpo. 
Sin razón alguna, o con razón. 
Pero no, no puedo. No me sale.

Hasta hoy se lo atribuía a que cuando me siento así, por lo general, estoy estresada o con fiebre. 
Pero ahora no es lo uno ni lo otro. Es tristeza pura y dura. Y aún así no puedo llorar.

Qué feo es no poder llorar. 
Es como estar apunada. No hay suficiente aire para respirar, aunque haya mucho.

Quiero llorar y la tristeza parece no ser suficiente, aunque cala hondo.
Voy a probar con dormir. 

Tal vez para mañana ya no necesite tanta tristeza para llorar un poco.

28.10.17

Me pasa por hurgar

Anoche tuve una cita con vos, pero nunca te enteraste.
Me contaste muchas cosas aunque no hablaste.
Ni siquiera estabas físicamente ahí.
Acá.
Pero sí estabas.
Yo abrí tu cofrecito mientras estabas en el baño.
Meabas y pensabas que yo dormía,
pero estaba despierta,
hurgando en tu cofrecito.
Y encontré algunas cosas lindas,
y algunas cosas que no me esperaba.



Eso me pasa por hurgar.

27.10.17

A menudo camino conmigo

A menudo camino conmigo. 
Me relato lo que pasa, me lo cuento. 
Me lo cuento como si lo desconociera. 

Me entretengo con el relato, siempre.
Y en ese relatarme me acompaño. 
Debe ser por eso que soy bastante solitaria.

Me gustan los cuentos, siempre me gustó que me los cuenten. 
Me gusta escuchar anécdotas. Desde chiquita desee que mi trabajo fuera ''escuchadora de anécdotas''. 
Supongo que tiene que ver con que también me gusta despeluchar pompones, descascarar árboles, cebollas, botellas, hacer preguntas, desenterrar venecitas del patio de la casa de mis abuelos, rascar espaldas, tocar la rejilla del fondo de la pileta del club, sacar conclusiones. Llegar al fondo de todo. 
Cueste lo que cueste, así cueste mi pesar. 
Mi peso.

En ese relatarme también logro la comunicación ideal: la transmisión de ideas en un lenguaje previo a la palabra. 
Algo que siempre intenté con otras personas y jamás pude porque somos ''seres atravesados por el lenguaje''. Yo creo que mi negación por la palabra hablada tiene que ver con la falta de respeto por la norma. 
Nunca me gustó obedecer, aunque siempre fui muy obediente. Abanderada y escolta de la bandera nacional.
Nunca grité frente a mis padres, nunca canté frente a mis padres, nunca dije muchas cosas que hubiera querido decir. La forma que yo conocía hasta ese momento no me convencía, no me gustaba. No me alcanzaba. 

Entonces tartamudeaba. 

Por un tiempo fui tartamuda, sí. 
Tenía muchas ideas y ninguna manera me parecía la adecuada para transmitirlas. 
Y la palabra hablada nunca fue una opción para mí.

Así es que cuando camino conmigo, me siento una privilegiada. 
Puedo relatarme historias que nadie más conoce porque las creo en el momento. 
Son fugaces. A veces duran una cuadra, o a veces duran meses, pero siempre desaparecen y siempre me digo que las tengo que escribir, pero nunca lo hago, como hoy, como la historia del hombre de la heladería de la vuelta de casa (no sé el nombre de la heladería pese a que hace siete años que vivo en el mismo edificio y pese a que sí sé que tienen un durazno al chantilly que es espectacular, y que el helado es carísimo, y que hacen pan dulce con helado adentro, como hace mi abuela, pero nunca lo probé, porque también debe ser carísimo), que tiene vitiligo, que siempre me mira cuando paso por la vereda.
Que siempre lo miro cuando paso por la vereda.

Que siempre tiene guardapolvo blanco, que siempre está detrás de la caja, iluminado por el mismo tubo blanco, cualquiera sea la hora.
Que siempre me pregunto si él disfrutará ser él, si le gustará su trabajo, si comerá mucho helado o si estará medio podrido ya. Si le gustará el helado, si él se acordará de mi cara como yo me acuerdo de la suya cada vez que atravieso caminando el límite que separa la ortopedia de la heladería y ya sé que lo voy a ver ahí.
Siempre que intercambiamos miradas, que es siempre que paso por ahí, trato de descifrar qué piensa. Siempre me parece que está muy concentrado en la gente que pasa. Nunca lo ví concentrado en otra cosa, ni siquiera cuando está hablando con alguien. Siempre tiene, al menos, un ojo en la vereda. 
No sé cuánto tiempo pasa mientras paso, estimo que deben ser menos de dos segundos, la vidriera no es tan grande, y yo camino bastante rápido.

Yo siempre sé que después de la vidriera de la ortopedia, viene su cara, o al menos puedo intuirlo. Pero él no. Él no sabe quién viene después del que vió pasar recién. Eso me da un poco de poder, siento. 
El poder siempre es una sensación.
Siempre pende de un hilo. 
Y probablemente sea la incertidumbre de no saber cómo es el siguiente lo que lo mantiene atento a los transeúntes.

Aunque hoy fue distinto, porque me lo crucé a la altura del Banco Francés. 

Y no tenía el guardapolvo blanco, ni estaba detrás de la caja, y lo iluminaba otra luz, una luz anaranjada, de la calle, de sodio, o no. No sé de qué material las hacen ahora. Me gusta pensar que son de sodio, como en las películas. 
Era la misma luz que me iluminaba a mí. Nos estaba iluminando la misma lámpara. Eso nunca había sucedido. 
En siete años nunca había sucedido. 
Yo nunca entré a esa heladería.
Y se me cerró el telón.

Algo de esa sensación de disfrute, de tener el poder del saber qué viene para el otro y de que el otro no sepa qué viene para él, encuentro en la actuación. 
Para mí, interpretar significa la conjunción perfecta de sucesos que siempre deseé:
Logro decir sin limitarme al habla. Logro decir con todo mi ser.
Logro ofrecer, dejar en el aire para que otros se sirvan y hagan con ellas lo que quieran, ideas mucho más complejas que las que entran en una frase de palabras. 
Me siento la anfitriona de la fiesta, ofrezco cositas para comer, que a algunos les gustarán, a otros no, a otros más o menos, pero que todos digerirán a su tiempo.
Y siento, espero, deseo con todo mi ser, acercarme un poquito, aunque sea, 
al Bacon del que hablaba Deleuze, cuando decía que su obra generaba una conmoción que no podía explicarse en lo inmediato, y mucho menos en términos verbales (me resulta maravilloso que algo en este mundo tan racional, no tenga explicación). 
Que descolocaba la mirada, que generaba incomodidad (‘’que resta goce al otro, al que no está actuando’’,diría mi amiga Marianela, que dijo, o que dice, Freud, que es lo que uno busca cuando se para frente al arte y que es lo que uno busca cuando elige expresarse de un modo un poco corrido del común, poco correcto).
Que era imposible hacer una síntesis de lo que sucedía mientras se estaba ahí, porque era demasiado, porque había necesidad de que todo eso decantase con el tiempo, con el cambio de la duración de cada espectador.

Lo antikalokaghatico, esto ya no es Deleuze, esta soy yo, como algo necesario, que ni el artista ni el espectador (me molesta bastante tratarlo de espectador, simple personita que especta, prefiero decirle receptor, porque recibe y hace lo que quiere con eso) pueden evitar.
Porque uno elige hacerse a uno mismo, (y elige el lenguaje a través del cuál hacerse, representarse, porque después de todo, por más que uno intente, siempre algún lenguaje lo atraviesa), es necesario que el arte sea propio, distinto, antikalokaghatiko y anticoncinnitas, como la realidad que nos acontece, todo el tiempo distinta, imperfecta, despareja, desorganizada.
La existencia nuestra golpeándose con la existencia de los demás.

Que el alivio nunca sea una constante, deseo. Porque la belleza resalta mucho más en el desorden. 
El mundo, por suerte, es como el olio, no viene diluído, es pastoso, denso, si te manchás los dedos es muy probable que termines manchándote la ropa, la casa, a los que tengas alrededor por unos días. 

El mundo  tiene un contraste altísimo. 

Como la piel con vitíligo del hombre de la heladería que veo todas las noches pero hoy me lo crucé en la vereda del Banco francés.



El año después

Un año después de que un libro de Almodóvar y mi mejor amiga me ayudaron a empezar a recordar esa noche, aún te sigo soñando.
Te sueño diciéndote que sos un mal nacido, pegándote piñas en la panza, porque sos tan alto que no puedo pegarte en la jeta. Vos casi ni notando mis golpes, porque sos tan grande y tan gordo que mis piñas son cosquillas para vos.
Te sueño así, no dándote cuenta de lo que me hiciste, sonriendo. Y me despierto llena de angustia, porque entiendo que siempre va a haber una grieta entre lo que vos creés y lo que yo viví.
Y nunca nos vamos a poner de acuerdo en todo el daño que me hiciste.
En ese ahogo, me repito a mí misma, como un abrazo a mi salud mental, que sí, que siempre voy a vivir con vos, que vas a venir conmigo a todos lados, que tu cara va a estar en las caras de todos los hombres que conozca, que vas a estar en todas las camas, en todas las fiestas. Que me vas a estar mirando desde algún rincón, con un vaso de fernet en la mano, y voy a tener un poco de miedo de que me lleves por algún pasillo, de que me encierres en algún cuarto, de que te tires encima mío y no me dejes respirar y, sobre todo, de que al otro día, cuando me veas semi inconsciente, me digas que pensaste que estaba actuando.
Pero me calma saber que yo, de vos, puedo sacar lo mejor siempre. Puedo escribir, puedo actuar. Y puedo actuarte, puedo construirte desde la ausencia, no sabés lo bien que me sale. Hicimos llorar a la gente con el relato de esa noche, y encima gané plata, ¿podés creer?. Te hice guión de cine, te hice entradas de blog, te hice obra de teatro y me hago a mí misma con cada mierda que recuerdo de esa noche.
Por suerte, yo no soy vos. Vos sí que no podés sacar nada bueno de vos. ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a pintar a vos mismo?.
Nadie quiere verle la cara al horror.
No me imagino lo angustiante que debe ser eso. Ser vos.

23.10.17

Gracias por venir a esta fiesta

Últimamente, cada vez que me pasa algo bonito, siento que me voy a morir. Como si la inminencia de la muerte fuese una manera que tiene el mundo de despedirme. Una especie de souvenir por haber venido a esta fiesta.

Hoy fuimos con mi papá y mi hermana a despedir a mi abuela. Doble despedida fue, porque mi abuela se está muriendo y porque yo me voy a vivir a otro país. Nada triste. Pero sí algunas cosas que yo quería saber antes de irme:
Cómo conoció a Adolfo, mi abuelo paterno, y si alguna vez quiso estar con otro hombre.
De esas dos preguntas, se desprendieron dos respuestas muy poco creativas, y muchas anécdotas. Una de ellas, la del día en que mi abuelo quiso suicidarse con los calmantes que había juntado durante meses mientras había estado internado en una clínica a raíz de un accidente cerebro vascular que lo dejó hemiplégico y odiando la vida.
Mientras hablábamos, mi papá empezó a acariciarme las manos y a trenzarme los dedos, como yo misma me hago a veces cuando estoy escuchando una conversación que ya escuché mil veces y que no me interesa en lo absoluto, o cuando la ansiedad me da batalla y la energía se me escapa por algún lado.
Me dio sueño. Y me dio un poco de vergüenza porque estábamos visitando a una persona en lo que será, con seguridad, su lecho de muerte y yo la estaba pasando bien.
Me di cuenta que mi papá nunca me había acariciado las manos, nunca me había trenzado los dedos. Que esperé veinticinco años sin darme cuenta que estaba esperando las caricias de mi papá en las manos.
Me dí cuenta que perdí la virginidad antes de recibir una caricia de mi papá.
Que conocí a mi papá siendo una mujer.
Qué lindas las caricias de mi papá en las manos.
Quién sabe cuándo podrá acariciarme otra vez.

Anagnórisis de mí misma

Reconocerme de a poco y de repente, sola y acompañada, en la multitud. Yo al borde del abismo, y en ese abismo, ahí al fondo, yo misma. Yo en el borde y yo en el vacío, yo EL vacío. Yo lista para lanzarme a mí misma. Y en la caída hacia mí, mi propia anagnórisis.

10.10.17

Escalas

Esto empezó como un ejercicio de creatividad para mí. Me impuse una consigna que fue escribir algo en cada escala de este viaje: dos textos en Montevideo, dos en Lima, uno en El Salvador y uno en Costa Rica. Pero me ganó la anarquía y la falta de respeto por las autoimposiciones, que siempre me parecen pelotudas un ratito después.
Así que acá hay, entonces, una serie de textos inconexos, o cuya única conexión es formar parte de una bitácora introspectiva en la que no hablo de lo que pasa sino de lo que ME pasa con lo que pasa.

1.Buenos Aires-Montevideo. 3 de octubre.
Estoy en la puerta de embarque. De espaldas a ella. Detrás mío hay una puerta, la de embarque, que cada vez que alguien, un uniformado, la abre, deja pasar el sonido del río.
Qué gran pelotudez, pienso, qué sinsentido acostumbrarnos a limitar todo. A delimitar. A encajonar la flora, la fauna, los ríos, el aire, la tierra, la existencia.
Todo delimitamos y lo guardamos en cajas gigantes con agujeros que se abren y se cierran.
Hasta lo que no se puede meter en una caja nos las ingeniamos para encerrarlo. 
El tiempo: ''hay que presentarse en puerta de embarque dos horas antes de abordar''. Un día tiene veinticuatro horas. Una hora más y es otro día. Si te vas más allá de Jujuy, la gente vive una hora atrasada, y si te movés un poco a la derecha o a la izquierda, puede que estés viviendo doce horas más o menos.
Y así nos las vamos ingeniando, para vivir en una jaulita de paralelos y meridianos que nosotros mismos nos creamos.

2.Montevideo-Lima. 4 de octubre.
Sentados en el avión, somos tres. De izquierda a derecha: padre, hijo de siete u ocho años y yo, contra la ventanilla, como siempre. 
Es el primer vuelo del nene. El padre le cuenta qué va a sentir cuando el avión despegue y aterrice. El nene le pregunta insistentemente si ya estamos volando. Supuse que tendría miedo de fallar y no sentir todas esas cosas en la panza que se sienten en el primer vuelo. El padre le dice que no, que no se preocupe, que se va a dar cuenta cuando estemos volando.
Yo miro por la ventanilla, me aburre ver el cemento, y me entristece un poco ver a los señores en carrito llevando y trayendo esos chalecos fluorescentes de vialidad, sin volar a ningún lado, confinados a servir a los que sí viajan. Pero estoy feliz, porque también es mi primer algo.
El avión comienza a desplazarse por la calle.
''Dame la mano'', le dice el padre al hijo.
Y yo pienso que la vida se trata un poco de eso, de tomar y soltar manos para crecer.
Y de volar, claro, siempre volar.

3.La tarde salvando un colibrí. 6 de octubre.
Hoy se me fue la tarde intentando salvar a un colibrí. 
Iba hacia el Palacio Nacional con el tiempo justo, porque decidí ir caminando. Salí a las 14.45. A las 19 tenía que estar de vuelta, bañada, cambiada, y pasando a buscar a Dilery por la casa de Augusto, que también es su casa.
Tenía una hora quince de caminata hacia el Palacio. Acepté el reto, otra imposición sin sentido que no cumplí.
Arranqué la caminata siguiendo el gps, pero tuve que modificar el camino porque hay calles cortadas por los destrozos que dejó el terremoto. 
Tomé una avenida, caminé varias cuadras. Adelante mío iba una chica con un maletín rígido, verde agua. Decidí chequear el mapa para ver si me había desviado mucho. 
''Cuidado! Ay, casi lo pisas!'' Escuché. 
Mi vista estaba copada por la pantalla del celular y la mochila, que es bastante grande e incómoda. Atiné a correr rápidamente el pie de donde lo tenía. No sabía qué era, pero esa advertencia me había hecho pensar que no estaba bien pisar eso.
Desvié la atención del celular. La chica del maletín verde agua estaba arrodillada en la vereda. 
Lo que casi había pisado, era un colibrí.
En ese momento tuve dos opciones: disculparme y seguir, o arrodillarme con ella y ver qué le pasaba al colibrí. Me arrodillé.
El bichito ocupaba un tercio de la mano de la chica, y ninguna de las dos sabía qué hacer. Me pareció atinado darle agua. Así que saqué la botella, puse agua en la tapita y se la acerqué al pico, pero no tomó.
Tenía sangre en el ojo izquierdo, y había dejado sangre en la vereda y en la mano de la chica.
Yo no tenía la más puta idea de cómo reaccionar a un colibrí moribundo en un país desconocido. Lo único que podía decir era ''no se qué hacer''.
La chica decidió llevarse el colibrí a su casa para salvarlo. Después de todo ya había salvado uno hacía unas semanas, dijo.
Me quedé parada en la vereda, mirándola, mirando su decisión, su maletín y su colibrí.
Empecé a sentir que los borcegos me habían lastimado. Compré curitas en el Oxo y me las puse en la vereda.
Decidí volver al hostel sin ver murales de Siqueiros ni de Rivera, pero habiendo conocido un colibrí de 7cm de largo, una chica, y su maletín verde agua.

4.Mi terremoto en México. 8 de octubre.
Es domingo, 10 de la mañana. Estoy medio sin dormir y sin comer. Visto la Casa Azul y el sueño y el hambre se me van yendo como quien se nutre del aire.
El cuerpo y el alma de Frida, cercenados varias veces por la vida, tantas. 
Su capacidad de amar y acompañar a un hombre bastante egoísta para el amor. Tal vez en la indiferencia de Diego, ella sentía el cuerpo menos estigmatizado, más cercano a los cuerpos de los demás, a la norma, a lo que no necesita compasión porque está completo y puede soportar indiferencia y egoísmo. Porque un cuerpo fuerte es la fachada de un alma fuerte, aunque sólo sea fachada, claro está.
Eso me hizo pensar que la fuerza física no crea, que el cuerpo sólo sirve a la creación como un canal pero que la única fuerza creadora es la que no tiene origen tangible.
Mis talones, cercenados también, por la fricción cuero-media-piel. Sangrando. La sangre escapándose por los bordes de las curitas. Dos por talón, porque las lastimaduras son más grandes. Pero también las ganas de seguir. La fuerza creadora contra la fuerza física.
Cuánto puede soportar un alma y aún así seguir entrando en el mismo cuerpo?.
Volviendo a casa (sí le dije ''casa'' al hostel), el aroma de los bosques de Chapultepec, que me remite a algo pero no sé a qué. Que me lo quiero respirar todo para averiguar de dónde viene ese olor en mi recuerdo.
Y todo el día, en mi cuerpo, la memoria de mi propio terremoto en México.