Cuando elegí migrar, elegí también soltar todo aquello a lo que estaba acostumbrada.
Que me hacía bien y que me hacía mal.
Casi como una epifanía, se me presentó esta frase:
Siempre que uno elige, está no eligiendo otras cosas.
Sabés que es lo único que no se puede?, dice mi amiga Marianela, todo.
Y decidí correr el riesgo, andar el camino, tomar ese avión.
Supe que iba a tener que adaptarme a nuevas costumbres, a nuevas formas de hablar, a otra comida. Y sobreponerme al hecho de andar conmigo misma a cuestas, teniéndome a mí y solamente a mí, teniendo que confiar como método de supervivencia. Mi cuerpo y mi alma, mi casa.
Iba a ser como nacer de nuevo:
Aprender a hablar, a comer, hacer amigues. Y en ese aprender, se forjaría, inevitablemente, una nueva identidad.
Con el tiempo fui aprendiendo que todo se puede conseguir con esfuerzo y mucha, mucha suerte,
menos el amor.
Ese se me escurre siempre como un hamster entre los dedos y se hace mierda contra el piso.
Tan suavecito y tierno que parece, y tan escurridizo el muy mierda.