4.4.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #6

Hoy es mi día 18 de cuarentena. Hablé por teléfono con mi mamá, yo desayunaba y ella almorzaba. En esta época del año aún tenemos tres horas de diferencia. Que estaba almorzando una ensalada de pasta corta, me dijo. Y me mandó una foto por whatsapp.

Desde que mi mamá frecuenta un restaurant medio cheto de Villa Crespo,
les dice ''pasta corta'' a los fideos tirabuzón, y a toda pasta que sea más corta que un tallarín.
A las vecinas del pueblo se les prende fuego el ojete cuando mi vieja les cuenta que hace ensalada con ''pasta corta’'.
Ay bueno, vos porque podés, le dicen, sin pensar demasiado que en realidad son fideos y los fideos suelen ser bastante baratos.
Lo cierto es que mi vieja no lo hace por alardear, sino porque cree que así se le debe decir a los fideos, pasta corta.
En general ella cree que cuanto más preciso pueda uno ser con el lenguaje, es un deber cívico, moral y hasta con uno mismo, serlo.
Bueno, mi vieja es profesora de Literatura.

Esa insistencia por la perfección se traspola a todos los aspectos de la vida, y eso se vió reflejado en mí desde el momento mismo en que fue posible.

Cuando yo todavía era bebé, mi mamá compró una filmadora JVC, debe haber sido en el '94, porque recuerdo que tenía el logo del mundial de Estados Unidos a un costado.
Con esa filmadora grabó absolutamente TODOS los eventos que consideró importantes en mi vida hasta que se dio cuenta de que había visto toda la vida de su única hija a través de un visor super incómodo en blanco y negro, y decidió empezar a verlos sin intermediarios. También pasó que se perdió la batería de la filmadora y comprar otra batería costaba un dineral, circa 2001.
Desde el '94 hasta el 2000, aproximadamente, mi mamá grabó cumpleaños, fiestitas del jardín, del colegio, conversaciones con mis amiguitos cuando venían a jugar a casa, cuando jugaba con Ale, la chica que me cuidaba, todo lo que podía, mi madre lo filmaba. Era como una secta unipersonal a la que se había unido, y que consistía en filmar todo lo que pudiera. 
Yo ya estaba tan acostumbrada a que todo en mi vida fuera documentado, que no veía la cámara ni la veía a ella.
Para mí era normal que hubiera una repisa entera de la casa llena de cassettes con imágenes mías haciendo esto o aquello.

En esta fiebre de documentar a su hija, mi mamá grabó un video, uno de los primeros, que es de mi primer día de jardín.
Yo todavía tenía dos años.
Ese día estaba lloviendo. Yo salí al patio con mis zapatitos nuevos, impecables, y se me mojaron.
El agua hizo que el cuero de los zapatos, que eran azules, se viera más oscuro.
En ese video, le estoy diciendo a mi mamá que no voy a poder ir al jardín porque los zapatos están mojados.

Por supuesto que no sirvió de nada. La voz en off de mi madre le dice a esa nena con cara de preocupación, que no se preocupe, que los zapatos se secan y que hay que ir al jardín sí o sí.
Debería haber entendido en ese momento que nunca iba a poder lucrar con la obsesión de mi madre por la perfección, pero la verdad es que con los años me fue muy útil esa costumbre que ella se empeña en llamar ‘’disciplina’'.

Unos años más tarde, cuando tuve el pelo lo suficientemente largo,
me hacía dos colitas, altas, BIEN tirantes,
después me trenzaba ese pelo que quedaba en las colitas
y me ponía dos gomitas más, una en cada punta.
Pero la cosa no terminaba ahí.
Mi vieja me hacía moños con cintas en los extremos de las trenzas.
Dependiendo el día, el humor, y el tiempo que tenía, podía ser que me pusiera moños en el comienzo de las trenzas
o el final, o en ambos.
Esas cintas, por supuesto, eran previamente planchadas y recortadas para que fueran del mismo tamaño.
Y, claro, elegidas con minuciosidad absoluta, en combinación con el resto de mi ropa, que nunca se veía por debajo del guardapolvo porque lo que correspondía era que se vieran, de abajo para arriba, en este orden: guillerminas, medias (a tono con los moños, generalmente blancos o azules), piernitas, guardapolvo.

Yo tenía ocho años y, para colmo de males, tenía el pelo larguísimo y con rulos.
Quien ha nacido en la provincia de Buenos Aires sabe lo que significa tener rulos en esa zona geográfica.
Por eso, en una época en la que teníamos un poco de cintura económica, previo al 2001, mi vieja también me ponía gel efecto mojado de L’oreal, que era un pote blanco con un cuadradillos de color amarillo, rojo y azul, para que no se me salieran los pelitos más cortitos de las trenzas. El gel me dejaba el pelo duro y brillante.
A mí me daba una vergüenza terrible.
Si bien mis compañeritos todavía eran medio pelotudos y jugaban con autitos de masilla, yo ya dedicaba los recreos a mirar a chicos más grandes.
Ese gel era para mí un pasaje directo a la virginidad, aunque no sabía todavía lo que era la virginidad.

El cambio vino con la crisis del 2001. Nos había hecho mierda económica y emocionalmente.
Había un quilombo atrás del otro. Cuando teníamos plata para comprar carne picada, no nos alcanzaba para el pan. Cuando había para la leche, no había para pagar la cuota de la cooperadora del colegio. Entre medio de todo eso, tuve anemia y un principio de psoriasis que pudimos controlar a tiempo.
Luego el gato tuvo pulgas. Eso sí no lo pudimos controlar a tiempo y una tarde tuvimos que tirar Gamexane e irnos a la casa de mis abuelos todo el fin de semana.

En ese trajín, mi mamá se olvidó por completo de la filmadora.
Yo la venía mirando con cariño hacía tiempo, estaba en un cajón de la cómoda del cuarto de mi mamá, pero como mi vieja, tal vez por falta de tiempo, tal vez por falta de interés, siempre me decía que era muy difícil usarla sin el pituto que le faltaba, yo venía postergando mi curiosidad.
Un sábado jodí tanto que sacó la filmadora del cajón, me enseñó cómo se usaba y me dijo que sólo se podía usar enchufada.
Me dio un casette de los últimos que había filmado, que ya no le interesaban demasiado y me dijo que podía regrabarlo arriba de ese.

Para ese entonces ya tenía nueve o diez años y hacíamos pijama parties todos los fines de semana. Nos juntábamos a comer pizza en la casa de alguna de las chicas, y nos disfrazábamos.
Escuchábamos La Bersuit pero hacíamos coreos de Britney, y cuando los padres de la anfitriona se dormían, agarrábamos la guía de teléfono y llamábamos a la casa de los chicos que nos gustaban para hacer chistes anónimos.
Ese mismo sábado aparecí en la casa de Mari con la filmadora. 
Mi dios. 
Inmediatamente todas entendimos que había que sacarle jugo a ese aparato. Nos pusimos los disfraces, que iban de casa en casa en dos bolsas de plástico, y armamos un melodrama mexicano.
Rochi, que se había puesto un pantalón de cuero negro, que era de Mabel, la mamá de Fer, enseguida agarró una piña de plástico de un centro de mesa y se la puso de bulto. Se había convertido en el galán semental de la novela. 
Yamila, a quien Rochi, en su personaje de galán, se refería como ‘’La Chamaca’', se puso una pelota de ropa como si fuera una panza de embarazada, y un delantal de cocina. Ella era la mucama embarazada ilegítimamente por el galán del bulto de piña, condenada a sufrir y, seguramente, a perder el bebé al caerse de una escalera. 
Fer manoteó unos anteojos de sol y algo negro e inmediatamente se convirtió en ‘’La Viuda’’, un personaje siempre necesario. Mari agarró una cartera con brillos y fue ‘’La Legítima esposa del Galán’’, el resto, éramos como 12 pibitas en total, fue ocupando roles menores. Y yo me quedé con la filmadora.

Ese día no podía imaginarme que veinte años después, habría estudiado cine, y que la vida, y la curiosidad por el melodrama, me encontrarían viviendo en México. No tenía ni puta idea de que había algo que yo tenía que hacer del otro lado de la cámara, y que mi mamá me lo estaba enseñando desde 1994.

No hay comentarios: