2.4.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #5

Hoy es mi día número 17 de cuarentena.

Estuve todo el día escuchando cuentos de Casciari mientras editaba presentaciones en Keynote.
Escuché todos los cuentos que encontré en internet.
A este flagelo nos enfrentamos los humanos hoy en día, a tener acceso a todo y que la dosificación de la información dependa de nosotros. Como si fuera una bolsa de falopa que alguien deja como quien no quiere la cosa, sobre una mesa, una noche, en una fiesta.

Inevitablemente, al final de todos los cuentos que lee Casciari, se me llenan los ojos de lágrimas.
Tengo la cabeza agotada. Hace diecisiete días intento darle sentido a mi existencia trabajando, inventando cosas que me mantengan activa, molestando a mi gato por la noche para que se canse y me deje dormir.

Quisiera agarrar la bicicleta y andar sin rumbo hasta que se gaste el gomín, y terminar empujándola hasta alguna bicicletería donde un bicicletero engrasado me ponga un gomín gratis porque le doy entre pena y ternura.

O que se recagara lloviendo. Eso ameritaría abrir un vino y ver una película estúpida que me hiciera llorar como un kakuy o me hiciera reír como una foca.

Le mando un WhatsApp a mi mamá que estando a 10mil km de distancia no puede hacer demasiado.
Me recomienda que abra un canilla y mire el agua correr.
Eso relaja, me dice.

Como buena hija, hago todo lo contrario, y decido subir a la terraza. 
Cierro con las tres llaves para las tres cerraduras que tiene la puerta desde el día en que entraron a robar a casa, y cuando me yergo en la entrada de casa, atino a bajar la escalera y salir a la calle, como si una fuerza externa a mí, me pidiera que lleve a mi cuerpo a caminar por la vereda.

Subo a la terraza.
Me acuesto en el piso hirviendo.
Toda la espalda me quema.
Necesito que algo me duela para saber que estoy viva.
Qué lejos quedaron las noches de verano en las que jugábamos a la escondida en bicicleta por el pueblo con mis amigas.
Qué lejana me parece la adrenalina que nos hacía reír de los nervios por la posibilidad que la otra estuviera a la vuelta de la esquina.

Me vibra el celular.
Tinder me avisa que alguien me escribió, entro a ver el mensaje pero no hay nada.
Esto es lo más parecido a un sueño de esos en los que quiero correr y no puedo.
Después de un rato, me levanto.
Veo mi silueta de transpiración en el piso de cemento bordó.
Me asomo a la calle. Miro el cielo.
Me suelto el pelo como si le sacara el capuchón a una Bic, y escribo en un bloc de notas en el celular:
''Hoy no recuerdo viajes. Hoy estoy como aquella vez en Lima, 28 horas sin identidad’’.

Pasan más aviones que autos. Y en el aire entre medio de ambos, una mariposa gigante, amarilla, con bordes negros.
Enfrente mío, un cartel en un edificio, avisa que está en peligro de derrumbe. El cartel es de 2017, del último gran sismo.
Todas las noches pienso en sismos.
Cada vez que entro a bañarme, pienso en sismos.
El edificio en peligro de derrumbe es ahora un penthouse de escombros con aberturas doradas habitado por palomas y seguramente, también, por ratas.

En el edificio de al lado, en el piso que me queda a la altura de los ojos, un hombre habla por teléfono, entra y sale de la casa mientras habla. Miro con insistencia hacia su ventana, a ver si hacemos contacto visual, pero el tipo no me ve o no me da bola, no sé.

El cielo se cubre de nubes. Seguramente llueva hoy, ya estamos en época de lluvia.

Estos días, de tanto mirar el cielo, descubrí el camino que hacen los aviones que llegan a la Ciudad de México. Vienen por Polanco, atraviesan el Bosque de Chapultepec, coquetean con el World Trade Center, pasan por la casa de Nati y Jp, y siguen hasta el aeropuerto. 
Escucho el ruido de la puerta de chapa de la terraza. Es Iván con el mate que solo toma él para evitar contagios.
La charla cotidiana sobre nuestras realidades y nuestras familias, deriva en Michael Cera. 
Iván dice que se imagina que Michael Cera es medio garca. Que con esa cara de bueno, debe ser medio garca.

Después me cuenta que está probando una nueva manera de hacer leudar el pan, es una reacción química que termina con ''ólisis''.

Yo creo que me podría enamorar de Michael Cera porque tiene mucha cara de boludo, y a mi los boludos garcas me encantan.

Iván dice que le gustaría tener un rifle de aire comprimido para tirarles a las palomas que se hicieron el penthouse en el edificio de enfrente.

Yo pienso que si tuviera la oportunidad de conocer a Michael Cera, seguro me enamoraría de él.

Iván me cuenta que el sistema del leudado este que termina en ''ólisis'', se basa en ponerle más agua a la harina para que largue gluten, esperar varias horas, y después ponerle la levadura y amasar poquito.

Mientras Iván junta la ropa limpia del cordel, yo decido que estoy enamorada de Michael Cera, y que me va a romper el corazón cuando se case con una celebrity y tengan hijos hermosos en una mansión llena de árboles frutales. O peor, cuando vivan en Nueva York y yo siga sin poder conocer el MoMa que tanta ilusión me hace.

Iván agarra su pila de ropa doblada y seca, arriba de la pila pone el mate. Qué peligro eso, pienso, pero no se lo digo. Con la otra mano agarra el termo. Le abro la puerta de la terraza. Él se va pero yo me quedo.

Vuelvo a asomarme por la parecita de la terraza que da a la calle.
No hay perros, ni pelotas rodando delante de niños, ni niños corriendo detrás de pelotas o de otros niños.
No hay nada.

Cada tanto algún techo de auto, alguna panza de avión, las palomas que revolotean en el penthouse que se armaron en el edificio que tiene el cartel de peligro de derrumbe, y yo, sin cartel.

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