24.3.20

Bitácora del viaje obligado al extranjero #1

Todo con lo que tropiezo es yo misma.
Las rutinas ya no me satisfacen y, a pesar de que sé que si uno se lo propone, cualquier texto puede ser revelador, algo me detiene.

Sin embargo,
La terraza se ha convertido en un lugar precioso.
Entre cables y tanques de agua, me siento en el piso de cemento a sentir que el sol me quema.
Extraño el sol y, cuando me doy cuenta de eso, se abre la compuerta del extrañamiento.
Estar lejos no es fácil y, a veces, tener muchos seres queridos, 
tampoco.

Las antenas se acumulan en los techos, me recuerdan a familias y sus varias generaciones.
Los aviones todavía pasan. Menos, pero pasan.
Las montañas se asoman tímidas por detrás de la babita.
Así llamamos a la contaminación con mis amigos, babita.

Sé que las terrazas y los techos son los mismos de la semana pasada, pero los veo distintos.
Lo que cambió es mi forma de ver.
Obligadamente miro más lento, más detenido.
Me parece un despropósito posponer la curiosidad en un momento así.

Ahora tengo el tiempo de mirar las plantas,
de pensar en ellas, y en que inevitablemente y a pesar de todo lo que les hagamos, nos sobrevivirán.

Y pienso en que, pobres, qué feo trabajo les toca.
Tener que decorar las casas de personas egoístas.
Alimentar a gente egoísta.

Lloro un poco por las plantas,
por las familias de antenas que se oxidan al sol,
por los aviones que no me puedo tomar,
por mi familia que está lejos,
porque no puedo salir,
porque no puedo abrazar.
Como si todos esos sentimientos fueran minerales,
siento que mis lágrimas están más saladas que nunca.

Me seco las lágrimas y me saco una selfie.

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