22.2.19

El portal

La casa de los abuelos de Rochi era INMENSA.
Digo era no porque haya dejado de existir, sino porque yo ya no estoy ahí.
Era una casa tan grande que cada vez que íbamos descubríamos un lugar nuevo.
Era raro, porque era muy fácil ver que los cuartos de esa casa habían sido construidos con finalidades que no les estaban dando.
En el living había un taller de cuadros y relojes de flores secas.
En un cuarto bajo la escalera, un pequeño estudio donde siempre estaba el abuelo de Rochi, que era altísimo. Parecía un relojero ese hombre todo apretado en ese espacio.

Los cuartos, que estaban arriba, habían sido de los abuelos, de la mamá y de la tía de Rochi, pero los usaban como depósito. Y un lugar muy parecido a un living con balcón, era el cuarto actual de los abuelos de Rochi.
Lo más extraño de todo era que cada dos por tres, llegábamos y habían cambiado todo de lugar, y ahora uno de los depósitos de arriba era el cuarto para Rochi, y el taller de flores estaba arriba, y el abuelo de Rochi ya no estaba, y abajo el living era un depósito.

Eran tantos los espacios y todos olían tan bien gracias a la cantidad de flores secas que albergaba esa casa, que adentrarme ahí era muy parecido a meter la cabeza en un libro agradable.

A pesar de que no nos dejaban hacer demasiadas fechorías, siempre nos las ingeniábamos para escupir a algún señor desgraciado que pasara por la vereda, o para vender jugo que hacíamos con los nísperos llenos de tierra que robábamos del árbol que estaba en el Jardín de Infantes de enfrente.

Con el tiempo, no solo los abuelos de Rochi se hicieron viejos. También nuestra amistad.

Pero antes de eso, hubo una tarde preciosa:
 Cuando teníamos unos 10 años más o menos, descubrimos que si bajábamos la escalera de la terraza mirando fijo a la pared de enfrente, y al bajar pisábamos el escalón de abajo, y el de arriba, y el de abajo, y el de arriba, se abría un portal a otra dimension en la pared blanca.

Esa casa era infinita.

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