6.7.20

La heladera de Oscar

Era domingo de Pascua. Habíamos terminado de almorzar y, como era costumbre, mis tíos y mis primas, que vivían en Sunchales y venían a Giles cada Pascua y cada Navidad, preparaban todo para irse.
Con ese ritual de los adultos, empezaba el nuestro: nos escondíamos para conseguir estar un rato más juntas.
Tanto nos amábamos y tanto nos extrañábamos con mis primas, que cuanto más inminente era su partida, más juntas queríamos estar.
Agazapadas, nos regocijábamos en la búsqueda temporalmente vana, y un poco nos cobrábamos el hecho de que creyeran que no éramos lo suficientemente inteligentes como para robarles tiempo.

Ese año teníamos 10 años yo, 8 años Guille y 7 años Pauli. Mi tía estaba embarazada de Gregorio, que no conoció esa costumbre nuestra porque cuando él nació ya no lo hacíamos más.

Los adultos ya sabían todos nuestros escondites: abajo de la mesa del comedor, abajo de la cama de mis abuelos, adentro del placard, en la caja de la camioneta de la F100.
Para este año ya los habíamos agotado todos, lo cual hizo que ese día tuviéramos que innovar y decidiéramos escondernos en una heladera vieja que mis abuelos le habían comprado a Oscar, el vecino de la esquina, con la excusa de que les iba a venir bien para guardar el lechón que compraban para Navidad. Un aparato tremendamente incómodo, grande e innecesario que tenían desenchufado y juntando polvo desde el mismísimo día de la compra, en el garage. Nadie nos iba a encontrar ahí por un rato largo.
La idea había sido mía.

Desde nuestra trinchera, abrazadas como si no hubiera mañana escuchábamos, con una mezcla de adrenalina y deseo de que ese momento durara para siempre cómo las voces de los adultos que nos buscaban sonaban como si se taparan la boca para hablar.
Dieron vuelta la casa, revisitaron en vano los lugares donde ya nos habíamos escondido alguna vez, pero no estábamos.

A mi abuela se le ocurrió decir que posiblemente nos habíamos ido a la calle y que, Dios no quiera, nos hubiera agarrado un auto o nos hubiera llevado algún desgraciado y la Pascua terminara de una manera tan aberrante.
Ni la Pascua ni ningún día, mami, escuché que decía mi mamá.

Pasó un tiempo largo, mucho más que el que solía pasar entre que nos escondíamos y nos encontraban. No sé cúanto. Dejamos de escuchar las voces de los adultos y la adrenalina empezó a mermar. También el aire.
Pauli dijo que le costaba respirar, que quería salir. Decidimos entregarnos y sucumbir ante la idea inevitable de separarnos, otra vez, hasta la próxima fiesta, que sería Navidad, ya con la heladera ocupada por el lechón.
Intentamos salir. 
No pudimos.

Guille empezó a llorar y Pauli, que era asmática, se empezó a poner azul.
Yo me imaginé compartiendo la heladera desenchufada con el cadáver de mi prima menor. En ese momento, me dí cuenta de que mi familia no me iba a perdonar jamás, no solo la muerte de mi prima, que todavía no había ocurrido, sino tampoco haber hecho perder tanto tiempo a mis tíos que al día siguiente tenían que ir a trabajar.

Se me ocurrió llamar a Tof, un perro collie bastante pelotudo que había comprado mi mamá cuando yo nací y que había quedado en la casa de mis abuelos porque nosotros no teníamos patio y el collie ocupaba lo que tres chicos de cinco años. Tal vez el perro podía alertar a nuestra familia e indicarle dónde estábamos, pero no pasó nada.
Gritamos, también, pero nadie vino. No sé, siquiera, si nuestras voces se escuchaban desde afuera de la heladera.

Guille se fue quedando dormida de tanto llorar, Pauli seguía azul, cada vez más, y miraba la puerta de la heladera con los ojos saltados. Yo sentía mucho miedo de lo que pasaría cuando estuviéramos afuera, si era que lográbamos salir, y también me empezaba a quedar dormida, cuando alguien abrió la puerta.

Era Oscar, que tenía más hijos y más nietos que mis abuelos y que, supe tiempo después, les había vendido la heladera a mis abuelos porque sus nietos habían hecho lo mismo que nosotras hacía unos meses pero no les había ido tan bien como a nosotras.

Oscar nos arrancó de adentro de la heladera con la cara desencajada. Cristo santo, fue lo único que dijo el hombre. Nunca nos dirigió la palabra. 
Apareció con nosotras en el frente de la casa, donde estaban reunidos los vecinos de la cuadra y nuestra familia. Dijo que nos había encontrado abajo de unas chapas que tenía mi abuelo en el fondo del patio y donde, casualmente, no se nos había ocurrido jamás escondernos porque nos habían persuadido con el cuento de que había arañas y culebras.

Ahí estábamos, Pauli, volviendo paulatinamente a su color original, a upa de Oscar, y Guille y yo de la mano, frente a todo el barrio y nuestra familia que nos miraba y nos odiaba pero también se alegraba de vernos.

Le apreté fuerte la mano a Guille y miramos a Pauli, que desde lo alto del hombro derecho de Oscar nos miraba con bronca pero con lealtad, y entendimos que si queríamos volver a vernos en Navidad, no podíamos decir nada de lo que había pasado.

Mi tía sacó el ventolín de la cartera y se lo calzó en la jeta a Pauli.

En unos segundos, volvió a ser la misma Pascua de todos los años, pero nosotras habíamos dado el golpe final.

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