11.10.19

El Machu Picchu celeste y blanco

Estoy sentada en unas escalinatas,
en la puerta de un lugar que alberga un perrito
que ha ladrado constantemente desde que me senté.

Acá todo es perritos.
La gente los pasea en silencio,
hablando,
sola,
acompañada.
Se pasean mutuamente.

La calle es silenciosa gracias a que todos los autos pasan despacio,
gracias a que está permitido estacionar en doble mano,
y eso quita espacio para patrulleros,
ambulancias,
camiones,
buses
y vehículos de gran porte.

Por eso puedo escuchar a los pajaritos
que se mueven entre los árboles
y se acomodan para dormir.
Duermen los pájaros?

Está por llover y hay un olor raro,
feo,
a humedad
y a viejo.

Primero creo que sale de la vereda llena de verdín,
pero puede que venga de la ventana del sótano que tengo al lado,
o del cadáver que está adentro de la casa abandonada,
que está entre medio de esas dos casas elegantes,
a la que no entra nadie más que una rama del árbol del frente,
por una ventana,
como se debe entrar a las casas abandonadas en barrios elegantes.

En la avenida gritan.
Se escuchan bocinas,
sirenas,
la tapa de la coladera que está floja hace meses,
y que cada vez que le pasa un camión por encima,
parece un atentado.

La señora de la agencia de viajes cierra la oficina y se va.
Pasa mirando mi cuaderno mientras escribo esto sobre ella.
Quizás sea lo más extraño que le suceda hoy.

Para mí lo más extraño es saber que una agencia de viajes
puede sostenerse a pesar de estar empapelada de fotos desteñidas.

A quién le llama la atención el Machu Picchu
celeste y blanco?

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