21.11.18

Una semana en el fin del mundo

Me mandaron una semana al Faro Les Éclaireurs, el del fin del mundo.
A cuidar el agua, si, una locura.
Es mi primer día acá.
Los pingüinos son muy simpáticos, pero a las cuatro horas de mirarlos hacer cosas graciosas que ellos no saben que son graciosas, ya me aburrí.

De un momento a otro va a anochecer y será mi primera noche acá.
Me está dando entre ansiedad y desesperación.
Me quedan seis días de esto.
Traje un libro pero lo tengo que dosificar porque a este ritmo me lo termino mañana junto con el desayuno.

Se hace de noche y los pinguinos duermen.
Algunos roncan, o pareciera que roncan.

En este montículo de piedras me siento más encerrada que nunca
quiero salir pero no sé a donde, si ya estoy afuera.
Hace un frio de cagarse, aunque cueste mucho cagar con frío, así decimos.
Todo lo que me era indispensable hasta hace unas horas, ahora no me sirve: las monedas, los billetes, el seguro médico.
Ni los ojos me sirven ya. La luz es toda una, el agua negra parece gelatina de tanto mirarla. Y el único contraluz que existe, lo tengo que buscar yo, anteponiendo el faro al sol, o mirando de cerca un pingüino.
Empiezo a pensar en los colores que no voy a ver en este tiempo, y me empiezan a hacer falta. Nada de violeta, amarillo, naranja. Todo rojo, negro y marrón.

Quiero ir a un lugar donde pueda hablar con alguien, donde sienta que puedo caminar y no hay fin, que esté seco.

Me saco el zapato, la media, me arremango un poco el pantalón y, con la pausa y los labios mordidos de un niño que sabe que meter los dedos en el enchufe está mal, meto los dedos del pie en el agua que quedó estancada en un grupito de piedras..

Ese será el contacto más cercano que tenga con la libertad durante esta semana.

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