29.11.17

Mares

De pronto estaba en el mar. Flotaba boca abajo en la inmensidad y la quietud del agua que llega a la costa de la Isla Barú, en Colombia. Sabía que estaba lejos, pero me gustaba flotar y mirar los animales que pasaban por debajo mío. Estaba en paz como nunca, como ahora.
Sabía que en la costa había alguien que tenía que ver conmigo, pero flotar se sentía tan bien.
Me dí vuelta. Boca arriba los miré. Era mi familia. No eran muchos, pero eran ellos. Sobre todo mi abuelo. A los demás no pude distinguirlos, pero yo sabía que eran ellos. Los veía lejanos, chiquitos, borrosos.
Hasta ese momento había estado cómoda flotando. Pero me dio tristeza verlos lejos. Saberlos finitos. Saber que su finitud estaba, está, más próxima que la mía.
Me desesperé y, como aquella vez en Barú, quise nadar rápido para acercarme a la costa a saludar a mi abuelo. Pero me desperté antes de llegar. 
Me había dormido pensando en que tuve que venirme tan lejos para lograr sanarlos a todos en mí. Para entender que yo soy una propia, que no le debo nada a nadie, para lograr perdonarme el cuerpo y las lastimaduras del alma que me dejaron las bestias que atravesé desde los trece años hasta los veinticuatro. Once años de golpes que creía merecer. Todos perdonados en mí, no en ellos, y siendo sanados en mí, no en ellos.
Me acordé todo el día de la angustia de saberme lejos de ellos a pesar de estar flotando, en esas aguas hermosas. En estas aguas hermosas. 
Renegué por la negligencia de todos ellos durante estos años. Renegué porque me enseñaron tantas cosas pero no me enseñaron a querer. Renegué porque ninguna generación de mi familia supo nunca del amor, y ahora yo tengo que aprenderlo sola, y grande, y lejos. Y no sé si voy a poder.

Volviendo del trabajo, hoy, ví a un señor. Un albañil. Me recordó a mi abuelo. Se me empaparon los ojos. Paré un momento a pensar qué era lo que este desconocido generaba en mí para que me estuviera pasando eso.
Y me dí cuenta de que no me enseñaron del amor, pero sí me enseñaron tantas otras cosas. 
Y dejé de renegar por lo que no me dieron. 
Y empecé a agradecer por lo que sí me dieron: la fuerza de mi bisabuelo, que llegó a Argentina a los catorce años, creyendo que estaba en Uruguay. Que perdió a sus hermanos por desconocer el idioma, que perdió a su familia por no poder volver a Europa, que se casó con una mujer con la que no podía comunicarse, y a la que seguramente no amaba, que tuvo hijos con los cuales nunca pudo comunicarse, que fue alcohólico, que fue trabajador, que fue violento, que murió de viejo y seguramente de añoranza. Pero que logró sobrevivir en un mar oscuro, frío, lejano. Tan distinto al mar en el que floto yo.
Y me sentí feliz, en algún punto, por conservar esa fuerza heredada de mi bisabuelo, y por tener la suerte de estar en este otro mar.


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